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Actualizado: 28 de junio de 2025


De cualquier modo, desde aquel incidente, que hubiese o no recibido la famosa cachetada, el señor Hermany había sido invitado a considerarse como viudo. No lo sintió mucho, porque su mujer, en quien no podía desconocer la más humillante superioridad, le inspiraba tanto temor, que muchas veces se embriagaba para darse valor al presentarse delante de ella.

Esta leyenda, que era casi una historia, era conocida de la señora de Maurescamp, y ella prestábale gustosa todo aquello que pudiese hacer más interesante el papel de la señora Hermany. Representábasela joven y bella, sumergida en aquella sociedad infame, de la que la veía salir indignada y sin mancha, y se gozaba en colocar sobre su frente la aureola de las jóvenes mártires del cristianismo.

Aunque conduciéndose muy bien las dos graciosas amigas, vivían en el gran mundo y eran muy rodeadas. Tan linda pareja, como decía la señora de Hermany, no podía dejar de llamar la atención de los admiradores. Los aficionados al baile, de París, poblaban la costa, desde Trouville hasta Cabourg.

Creyó, pues, que el mejor medio de asociarse a sus intenciones, y desconcertar al público, era mostrarse esa noche con la señora de Maurescamp en los mismos términos de siempre. Aunque haciendo un gran esfuerzo, hízolo como un deber de delicadeza. Escribió dos cartas, una para su madre y otra para Juana, y a las once apareció risueño en el hotel de Hermany.

La señora de Hermany se ruborizó; después, mirándole de frente con aire de niña en su primera comunión: ¿Y por qué «Agua que duerme»? Por nada... es un nombre indio. Y yo, señor, ¿tengo también un apodo? preguntó Juana sonriendo. ¿Vos? dijo. Fijó en ella la mirada, saludola ligeramente y añadió en tono serio: ¡No!

Cuando abrió la puerta del salón, con su candelero en la mano, entrevió en la media obscuridad, dos formas humanas que se levantaron violentamente; dio un grito de temor que contuvo inmediatamente al reconocer a la señora de Hermany, quien adelantándose le tomó violentamente de los puños, diciéndole vivamente: ¡Silencio!

Escribió a sus amigos Julio de Rambert y Juan de Evelyn, inglés este último; hizo llevar las cartas inmediatamente y tuvo el gusto de verlos llegar algunos minutos después de haber recibido a Jardye y Hermany. Dejó solos a los cuatro testigos y permaneció a su disposición en la pieza contigua.

A los agravios alegados por los señores de Jardye y Hermany en nombre del barón, los señores Rambert y Evelyn contestaron en el de su cliente, que tales agravios eran imaginarios, pero puesto que el señor de Maurescamp se consideraba ofendido, el señor de Lerne, no podía dejar de inclinarse ante su apreciación.

El señor de Maurescamp, después de haber estado un momento en la Opera, había regresado al Círculo, y sabido allí por casualidad la presencia del conde de Lerne en el baile de los Hermany. Sabía que su mujer debía ir a él. Como no tenía ninguna delicadeza en sus sentimientos ni en su corazón, ni aun se le ocurrieron los motivos honorables que habían dictado el proceder de Jacobo.

Pero, amigo mío, nadie piensa en hacerle a usted matar... Tranquilícese... y en cuanto a mi amiga Juana, es una persona a quien no se debe juzgar a la ligera... Yo no ; todo lo que pasa en esa linda cabeza... pero hay en su pupila algo que no me agradaría si fuese su marido. Pues yo no veo nada en su pupila dijo Saville; ¡Naturalmente! contestole la señora Hermany.

Palabra del Dia

rigoleto

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