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Actualizado: 9 de julio de 2025
La atraje hacia mí, le prodigué mil palabras cariñosas, y traté de alejar con mis caricias el temor, la inquietud de su espíritu. Ella bebía con amor cada una de mis palabras; su rostro febricitante estaba pendiente de mis labios y de vez en cuando un débil suspiro se escapaba de su pecho. ¡Oh! ¿Por qué no has estado siempre a mi lado? exclamó, acariciándome las manos.
¡En nombre del Cielo, querida! ¿Qué tienes? gritó. No me hallaba en estado de proferir una palabra. Pero ella, con un movimiento maternal, tomó una gruesa manta de lana, me envolvió en ella y me colocó en su regazo, aunque yo ya era más grande que ella. Vamos, confiésate, tesoro mío. ¿Qué ocurre? me preguntó acariciándome las mejillas.
Me lancé hacia ella y lloré sobre su hombro, apretando convulsivamente el plato con la mano izquierda. ¿Qué tienes, querida? me preguntó acariciándome. En toda la casa eras la única que conservabas tu buen humor, y ahora... Me armé de valor y, acercándola a la luz, le mostré el plato.
Lo mismo era ponerse él a explicar el por qué de su consecuencia con el partido moderado, ya me parecía que un dulce beleño se derramaba en mi cerebro, y el sillón de doña Tula, acariciándome en sus calientes brazos, me convidaba a dormir la siesta.
La anciana vino a verme, me arropó y se estuvo acariciándome hasta que me quedé dormida. A la mañana, apenas abrí los ojos, pregunté por mi madre. Me dijeron que estaba en el cielo. La anciana me lavó, me vistió, y me dió el desayuno.
Deja, queridita me decía acariciándome las mejillas, eres la princesa de la familia; continúa. Eso me ofendía. Habría soportado todo salvo que me despidiera cuando iba a ofrecerme con el corazón desbordante de ternura. Una noche la vi llorar. Me deslicé afuera, al jardín, y sostuve un rudo combate.
Entró la noche, llegó la hora de la cena, y tía Pepilla vino en busca mía. Muchacho: ¿qué tienes? ¿estás enfermo? Tocóme en la frente y en las mejillas para ver si tenía yo calentura, y acariciándome dulcemente prosiguió: ¿Qué te pasa? Dímelo, muchacho, dímelo.... No hay en tu rostro la serenidad de siempre.
Palabra del Dia
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