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Yo la atraje a y la senté sobre mis rodillas sin que ella opusiese resistencia; inclinó la cabeza sobre el pecho, luego la alzó, me miró destellando de sus magníficos ojos negros un fuego casi divino, y me dijo con las manos puestas sobre mis hombros con la boca entreabierta, los labios trémulos, embriagándome con el perfume de su aliento. ¡Luis! ¡Luis! ¡ten compasión de !

Su cara, de perfil, me mostraba unos labios entreabiertos sobre admirables dientes y su persona emanaba un perfume de heliotropo que se me subía á la cabeza. Al cabo de un instante pasé el brazo al rededor de su talle, la atraje hacia y, sin ninguna resistencia, aquella mujer fué mía. Á partir de ese momento tomé la firme resolución de dejar á Lea.

Después... no pude, no me atreví a correr el riesgo de perderte antes... ¡antes de que llegase el momento en que por fuerza había de perderte! Adorada mía, ¿sabes que por ti pensé dejar al Rey abandonado a su suerte? ¡Lo , lo ! Y ahora...¿qué vamos a hacer ahora, Rodolfo? La atraje hacia , y abrazándola la dije: Voy a partir esta noche! ¡Ah, no, no! exclamó. ¡No esta noche!

El retrato del Rey es acabadísimo. La dama de pálido rostro y encantadora cabellera se aproximó entonces, sostenida la cola del vestido por dos pajecillos, y el heraldo anunció: ¡Su Alteza Real la princesa Flavia! Hízome profunda reverencia y tomando mano la beso. Vacilé un momento. Después la atraje hacia y deposité dos besos en sus mejillas, que coloreó el rubor.

Con ayuda de mi látigo doblado, atraje á la extremidad de las ramas más próximas, tomé una á la ventana y me lancé en el vacío. mi nombre, arriba de mi cabeza ¡Máximo! proferido repentinamente con un grito desgarrador. Las ramas de que me había agarrado se inclinaron en toda su largura hacia el abismo: hubo un crujido siniestro; estallaron bajo mi peso, y caí rudamente sobre el suelo.

La atraje hacia , le prodigué mil palabras cariñosas, y traté de alejar con mis caricias el temor, la inquietud de su espíritu. Ella bebía con amor cada una de mis palabras; su rostro febricitante estaba pendiente de mis labios y de vez en cuando un débil suspiro se escapaba de su pecho. ¡Oh! ¿Por qué no has estado siempre a mi lado? exclamó, acariciándome las manos.

Ya que le pierdo, y quizá para siempre, conozco cuánto vale, y le amo; perdidamente le amo. Y para que veas mi indignidad y mi vileza, amándole le he faltado: he atravesado su corazón con el puñal venenoso de los celos. Yo tengo la culpa, y don Andrés está disculpado. Yo le atraje, yo le provoqué, yo le trastorné el juicio, y me faltó al respeto, hizo lo que yo merecía.