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Mientras que mi mujer se disponía para salir, abrí las maderas de uno de los balcones de nuestra habitacion, y me asomé, como si quisiera distraerme de la amarga memoria de la recogida del CRISTIANISMO Y EL PROGRESO, porque ha de saber el lector que el valor de la obra no bajaba un maravedí de seis mil duros. ¡Cuántas vigilias, cuántos trabajos y cuántos dolores de cabeza, no van envueltos en esa suma, una suma casi fabulosa para un escritor español!

Fuí a mi pequeño anaquel, donde tengo mis libros preferidos. Tomé uno de Keble, el dulce místico y lírico inglés. Lo abrí por una página señalada con una cintita azul.

Afortunadamente no me vi obligado a violentar nada: el armario tenía puesta la llave en la cerradura. Antes de abrir el armario, cerré las puertas para evitar una sorpresa casual de los criados. Luego abrí temblando el espejo que servía de puerta al armario. En una tabla, cuidadosamente pegado a un rincón, estaba el cofrecillo. En aquella misma tabla había otro objeto. Un gancho de trapero.

Retrocedí un paso y renové el ataque, pero aquella vez le abrí la mejilla y salté atrás antes de que él pudiera alcanzarme. Parecía desconcertado por la violencia de mi ataque, pues de lo contrario creo que hubiera acabado conmigo. Caí sobre una rodilla, jadeante, esperando verme atropellado por su caballo.

Lo cual no impidió que ambos llegásemos sonrientes a las puertas de Tarlein, donde me entregaron una carta llevada para , según dijeron los sirvientes, por un joven desconocido. Abrí el sobre y leí: «Juan se encarga de llevar estas líneas a su destino. Soy la que le envió a usted otro aviso en ocasión anterior. ¡Hoy le pido en nombre de Dios, que me libre de esta guarida de asesinos! A. de M.»

Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo, y tanto me embebecí, que divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería.

¡Si una criada me sorprendiera, si me viera penetrar en la habitación de un huésped! Al pensarlo, la sangre se paralizó en mis venas. El reloj tocó las doce. Abrí la ventana y miré a lo lejos frente a . Todo parecía dormir; hasta en el cuarto de Roberto, lo mismo que en el de Marta, ninguna luz brillaba. Ambos sepultaban su dolor y su pena en el seno de la obscuridad.

Abrí y Sorege entró en casa sin sospechar que no estaba sola. Sin sentarse me dijo en seguida: ¿Espera usted á Jacobo? No vendrá. ¿Por qué? Porqué está en otra parte. ¿En el círculo? No, acaba de salir de allí. Se reía al hablar así, el monstruo, sabiendo todo el mal que me hacía. Palidecí y él me dijo: Mírese usted en el espejo, Lea, y vea su cara descompuesta.

Pero le abrí un resquicio, le di a entender mis intenciones, y el bendito hombre parecía, como vulgarmente se dice, que veía el cielo abierto; de tal modo le brillaban los negros ojos. Quedó envolver a principios de Octubre, y cuando me despedí, le dije: «volveré un día de estos. Vendré, y quizás, o sin quizás, le traerá a usted noticias que le contenten mucho».

Y abrí mi boca, y hablé, y dije a aquel que estaba delante de : Señor mío, con la visión se trastornaron mis dolores sobre , y no me quedó fuerza. 17 ¿Cómo, pues, podrá el siervo de mi Señor hablar con este mi Señor? Porque en este instante me faltó la fuerza, y no me quedó aliento. 18 Y aquella como semejanza de hombre me tocó otra vez, y me confortó;