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Además, le resultaba imposible volver á su casa, reanudando la vida con su esposa: equivalía á perder sus últimas ilusiones. Era mejor contemplar de lejos todo lo que restaba en pie de su antigua existencia. Caragòl, mientras tanto, seguía hablando. Los sobrinos no se acordaban del pobre cocinero, y él no tenía por qué preocuparse de su suerte, enriqueciéndolos.

Las más no se acordaban de ; pero algunas me recibieron con injurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo comentarios tan chistosos sobre mi nuevo empaque y la gravedad de mi persona, que tuve que alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro algunas cáscaras de frutas lanzadas por experta mano contra mi traje nuevo.

No se oía más que la voz dulce de Ana, y de tarde en tarde, el ruido de hojas que caían o que la brisa, apenas sensible aquella noche, removía sobre la arena de los senderos. Ni el Magistral ni la Regenta se acordaban del tiempo.

Los parientes, ocupados en el reparto de la herencia y amenazándose con litigios, no se acordaban de sustituir con una lápida de mármol el trozo de hule con letras de cartón doradas que cubría la boca de la sepultura.

Desde la isla metrópoli tomaban vuelo, lanzándose lo mismo que pájaros de presa sobre distintas partes de las Indias misteriosas con mayor éxito que don Alonso, desgraciado como todo precursor. Los únicos que se acordaban de él eran los acreedores, para sus pleitos y procesos, y los muchos enemigos, a los que había ofendido con altiveces y pendencias.

La existencia recobraba su ritmo ordinario. «Hay que vivir», decían las gentes. Y la necesidad de continuar la vida llenaba el pensamiento con sus exigencias inmediatas. Los que tenían individuos armados en el ejército se acordaban de ellos, pero sus ocupaciones amortiguaban la violencia del recuerdo, acabando por aceptar la ausencia, como algo que de extraordinario pasaba á ser normal.

Yo había oído contar frecuentemente durante mi niñez al mismo campanero y a su vieja esposa semejante milagro, del que habían sido testigos y del cual se acordaban como ellos, los viejos. Pero ¡ay! ¡no se repiten los prodigios tan fácilmente!

No le había enviado el almuerzo y seguramente tampoco le enviaría la comida. Los pigmeos, ocupados en su guerra de sexos, no se acordaban de él, y le dejarían morir de hambre. El Hombre-Montaña, después de llamar tanto la atención, había pasado de moda, como esos artistas viejos que hicieron correr las muchedumbres hacia su persona y acaban muriendo en un hospital.

Luego, la esposa de Gallardo se revolvía furiosa contra el público en sus cartas. Una muchedumbre de ingratos, que ya no se acordaban de lo que el torero había hecho en otras ocasiones, cuando se sentía más fuerte. Gentes de mala alma, que deseaban para su diversión verle muerto, como si ella no existiese, como si no tuviera madre. «Juan, la mamita y yo te lo pedimos.

¿ crees, Rafaé, que eso es comé? Eso es engañá la jambre; prepará el cuerpo pa que lo coja la muerte. En verano, durante la recolección, les daban un potaje de garbanzos, manjar extraordinario, del que se acordaban todo el año. En los meses restantes, la comida se componía de pan, sólo de pan.