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Al oír esto solté insensiblemente mi bolsa en mi faltriquera, menos poseído ya de mi ardiente caridad. ¡Es posible! Traiga usted una alhaja. Ni una me queda; lo sabes: tienes mi reloj, mis botones, mi cadena... ¡Diez y seis pesos! Mira, con ocho me contento. Yo no puedo hacer nada en eso; es mucho. Con cinco me contento, y firmaré los diez y seis y te daré ahora mismo uno de gratificación...

Y dábamos vueltas por el muelle, sin hacernos cargo de que estábamos a la orilla del agua. En una de estas vueltas me falló un pie y caí al río, no sin arrastrar conmigo al malagueño. No le vi más. La impresión del agua fría apagó la calentura de ambos. Solté las manos y el primer pensamiento de los dos al salir a la superficie fue el de salvar nuestras preciosas existencias.

Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación, la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera algo que nos ahoga.

Pero se marchó y el buen tío, sin voluntad, que se arrastraba siempre a tres pasos detrás de ella, la siguió. En mi triunfo solté una gran carcajada. Pero también, ¿qué venís a hacer, almas codiciosas, en el templo del dolor? ¡Atrás! Vino la noche. Una banda roja, último vestigio del sol poniente, se extendía sobre la ciudad cuyas torres puntiagudas se destacaban negras en el cielo de fuego.

No el tiempo que hablé, pero que solté muchas, muchísimas cosas, y dicho sea prescindiendo momentáneamente de la modestia, enmedio del desorden extraordinario de las ideas, de algunas repeticiones y no pocas reticencias de que estaba sembrado el discurso, me figuro que estuve elocuente. De vez en cuando hacía paradas, esperando que ella respondiese algo; pero en vano.

Otros, que no sabían de exorcismos, acudieron a tres o cuatro garrotes, con los cuales comenzaron a santiguarme los lomos; escocióme la burla, solté la vieja, y en tres saltos me puse en la calle y en pocos más salí de la villa, perseguido de una infinidad de muchachos, que iban a grandes voces diciendo: "¡Apártense, que rabia el perro sabio!"

Miré dentro de mi vida y mi vida era un destrozo; miré fuera, y desde fuera llegó a un hondo sollozo. Solté el cálamo. Mi vida no me daba la respuesta; no había una flor en toda la inmensidad de la cuesta; mi fatiga siempre grande, la carga siempre molesta, y en el aire ni el susurro de la más leve respuesta.

Yo le solté doscientos francos por ocupar su puesto... Representé mi papel a la perfección... ¡Y Chadd se dejó coger en la trampa...! ¡Qué hora pasé, amigo mío...! Ella no la tuvo igual para nadie. ¡Y pensar que yo le había hecho ofrecer, por mediación de la tía Cognal, cincuenta luises...! ¡Y que Chadd los había rechazado...! Ahora me falta todavía dar a Chadd, ¡tan tierna y tan enamorada!, diez y nueve lecciones.

Solté una sonora carcajada al leer esta epístola fantástica y también la abuela se rió de buena gana. Está decididamente en el aire la manía de escribir dijo enjugándose los ojos que estaban llenos de lágrimas. ¡En qué siglo vivimos!... Y proponer a San Pablo... Es una broma de Francisca dije a la abuela, en cuanto pude respirar. La pobre Celestina ha sido sugestionada.

Y después me encontré en mi cuarto, adonde Roberto me había llevado. ¿Cómo describir mi espanto cuando reconocí en el espejo mi cara descompuesta, cubierta por el sudor de la angustia, la carcajada que solté, el horror que me causó mi propia risa, mientras que, desfalleciente, oía resonar en mis oídos el deseo, repetido por todas partes por mil voces celosas que se reían burlonamente y cuchicheaban: «¡Oh, si ella muriera