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El gentío la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si fuesen caricias, la música militar penetraba en todo su ser produciéndole escalofríos de entusiasmo.
Cuando abandoné el siglo y el mundo y vine a refugiarme en el claustro, me impulsaban y halagaban ambiciosas esperanzas que también al fin se han desvanecido.
Un día el ingeniero había tenido un choque con la administración, al ver despedido del trabajo, por fútiles pretextos, á un obrero antiguo. Todos los compañeros recordaban que un mes antes su camarada había enterrado civilmente, con gran escándalo de las devotas del pueblo, á un hijo suyo, y acusaban á los culebrones de la dirección de una ruin venganza. Los más exaltados gritaban en son de amenaza. ¿Es que después de matarse trabajando, iban á imponerles á cambio del jornal lo que debían pensar? ¿Tendrían que ir con una vela en las procesiones, como ciertos hipócritas que halagaban de este modo á los amos, para procurarse trabajo? Sanabre tuvo una viva discusión en les oficinas y acabó por presentarse á Sánchez Morueta. El millonario, abstraído en sus negocios, ignoraba la vida interna de sus fábricas, y se indignó contra aquellos empleados, que eran excelentes administradores, pero se aprovechaban de las facultades que él les daba, para imponer sus creencias.
Ocupada únicamente de los ritos, ceremonias y prescripciones que rigen las obligaciones de una mujer que quiere brillar en la carrera difícil de alternar en el gran mundo, disipaba su fortuna para alcanzar este fin; pero la disipaba alegremente, y encontraba la recompensa de sus esfuerzos en las crónicas de los diarios relatando sus paseos y sus recepciones; las líneas de elogios de los ecos sociales la halagaban, aunque, a menudo, era ella misma quien pagaba la inserción.
Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación, la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera algo que nos ahoga.
En medio surtían tres fuentes de agua cristalina, encerradas en cercos de álamo y albahaca puesta en tiestos de búcaro y azulejos: macetas de amáraco y verdones halagaban el olfato o la vista, según fuera el sentido que quisiera recrearse en tales plantas; y como al frente hubiese tres puertas que daban a los huertos y jardines, y como éstos iban subiendo en anfiteatro a medida de lo que allí se enriscaba la sierra, se gozaba desde el vestíbulo de la mejor vista del mundo entre doseles de enredadera y celinda, entre pirámides de verdura o entre obeliscos altos de jazmines, álamos y cipreses.
En la gran ciudad colocaba él maravillas que halagaban el sentido y llenaban la soledad de su espíritu inquieto. Desde aquella infancia ignorante y visionaria al momento en que se contemplaba el predicador no había intervalo; se veía niño y se veía Magistral: lo presente era la realidad del sueño de la niñez y de esto gozaba.
Como todos le halagaban y le complacían, y no había capricho que no consiguiera ni falta que no le fuese perdonada, imperaba en aquella casa como soberano absoluto, como señor de vidas y haciendas, siempre dispuesto a hacer el mal, complaciéndose en atormentar a los animales que caían en sus manos, gozándose en insultar y calumniar a los criados, en burlarse de todos, y en repetir las palabras más soeces aprendidas en la calle o de labios de los cocheros.
Había en él árboles, cosa rara en todo el contorno, y muchos pájaros en ellos, porque el arbolado los atrae y no los podrían hallar en otra parte; había también en él, orden y desorden, paseos enarenados que conducían a las verjas de entrada y que halagaban cierto afán que siempre tuve por los sitios en que puede uno discurrir con cierto aparato; paseos en los cuales las damas de otra época habrían podido desplegar sus vestidos de ceremonia; oscuros rincones, bosquecillos húmedos, apenas penetrados por el sol, en los cuales todo el año crecía el verdoso césped sobre la tierra esponjosa, lugares solitarios visitados sólo por mí, que ofrecían cierto aspecto de vejez y de abandono y estaban llenos de recuerdos.
Las modas femeninas describíalas el cantor en términos extravagantes, que hacían reír a los payeses. El simple Pep reía también de estas burlas, que halagaban a la vez su orgullo de campesino y su soberbia de varón inclinado a no ver en la hembra más que una compañera de fatigas. «¡Verdad! ¡verdad!» Y unía su carcajada a la de los muchachos. ¡Qué Cantó tan gracioso!...
Palabra del Dia
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