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Una mañana de primavera, impresionado por la reciente lectura de cierta novela de Octavio Feuillet, iba paseando distraído por aquellos silenciosos lugares gozando de la frescura y aroma de los árboles y de la grata soledad que allí imperaba. De pronto, al pasar por delante de uno de los palacios, creí percibir rumor de voces en el jardín.

Su extracto es muy corto: Una fría madrugada de invierno salían varios jóvenes calaveras de una casa en que imperaba la crápula y el desenfreno: al abrir la puerta, cayó al suelo un pobre barrendero que, hambriento y aterido, se había refugiado al hueco de su quicio para librarse de la nieve que caía con gran abundancia.

Tomó entonces Urashima un remo y la Princesa marina otro; y remaron, remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios de la mar vivía e imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas y peces. ¡Oh que sitio tan ameno era aquel!

Y hasta otra. En la casa, donde imperaba la pulcritud, se le miraba de mal ojo y era a menudo víctima por su aversión a aquella preciosa cualidad, no sólo de las correcciones paternales, sino de las crueles e impensadas arremetidas de su hermana mayor Eulalia, joven de diez y seis abriles no muy floridos, casta, limpia, hacendosa, diligente, llena, en fin, de virtudes domésticas, el mimo de sus papás y el blanco del odio de Enrique y del primo Miguel.

Debía mostrarse cruel, fingir despego, hacerle sufrir como una moza casquivana, antes que decirle la verdad. Imperaba en ella esa preocupación de la hembra vulgar que confunde el amor con la virginidad física. Una mujer sólo podía ser esposa del hombre al que llevase como tributo de sumisión, la integridad de su cuerpo. Ella debía ser como su madre, como todas las buenas mujeres que conocía.

Pasaron así junto a un lago verdinegro, donde bogaban amorosamente dos cisnes, bajo la luz del plenilunio... Al otro día, la princesa Belisa se embarcó con sus damas en un esquife de marfil con velas de púrpura. Pero en la mitad de la travesía estalló una tormenta que levantaba olas como montañas y cordilleras. Sobre ese océano de abismos imperaba, volando serenamente, un gigantesco albatros.

Dos mujeres vulgares se hubieran dejado insensiblemente sojuzgar por las circunstancias anormales de la situación. En Susana y Valeria sucedió lo contrario: ellas se impusieron a la índole del caso. Ni la protectora imperaba como ama, ni la protegida parecía dominada como sierva. El afecto, más aún, la buena educación y delicadeza de sentimientos, hacían las humillaciones imposibles.

La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero.

Después de una penosa navegación tomó puerto en la isla de Cebú, donde consiguió captarse el cariño y los servicios del Reyezuelo que imperaba en aquella, el cual estando en guerra con su vecino el de la isla de Maetan impetró de Magallanes su auxilio, que le fué otorgado por el intrépido marino, yendo él mismo con parte de su gente á una expedición contra los enemigos de los cebuanos; aquellos en gran número y con gran destreza resistieron el ataque, muriendo Magallanes.

Como todos le halagaban y le complacían, y no había capricho que no consiguiera ni falta que no le fuese perdonada, imperaba en aquella casa como soberano absoluto, como señor de vidas y haciendas, siempre dispuesto a hacer el mal, complaciéndose en atormentar a los animales que caían en sus manos, gozándose en insultar y calumniar a los criados, en burlarse de todos, y en repetir las palabras más soeces aprendidas en la calle o de labios de los cocheros.