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Le pesó a Nucha, porque las señoritas, que habían estado en los Pazos a verla, le agradaban, y eran los únicos rostros juveniles, las únicas personas en quienes encontraba reminiscencias de la cháchara alegre y del fresco pico de sus hermanas, a las cuales no podía olvidar. Dejaron un recado de atención a cargo de la mocetona y torcieron monte arriba, camino del Pazo de Limioso.

No se conocía en todo el contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo nombre añadiesen los labriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio, reservado a las moradas hidalgas. Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar.

Señores dijo en grave y enronquecida voz Ramón Limioso : Es siquiera una mala vergüenza que esos pillos nos tengan aquí sitiados.... Me dan ganas de salir y pegarles una corrida, que no paren hasta el Ayuntamiento. Hombre gruñó el abad de Boán , usted poco habla, pero bueno. Vamos a meterles miedo, ¡quoniam! Estornudando solamente, espanto yo media docena de esos pellejones.

La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero.

En nombre de las dos estatuas que eran las tías paternas del señorito de Limioso había visitado éste a Nucha; vivía también en el Pazo el padre, paralítico y encamado, pero a éste nadie le echaba la vista encima; su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña.

Tiene razón exclamó el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas de la nariz con altanera expresión, muy desusada en su lánguida y triste faz . A esa gente, a palos y latigazos se les sacude el polvo. Y al decir fuera el alma, persignóse el señorito.

El cura de Boán no quiso más garrote que el suyo, que era formidable; Ramón Limioso, fiel a su desdén de la grey villana, asió el látigo más delgado, un latiguillo de montar. El Tuerto empuñó una especie de tralla, que, manejada por diestra vigorosa, debía ser de terrible efecto.

Y con el decoro propio de un paso de minueto, la pareja entró por el Pazo de Limioso adelante, subiendo la escalera exterior que conducía al claustro, no sin peligro de rodar por ella: tales estaban de carcomidos los venerables escalones.

No creas decía a su mujer, alzando la voz para que no la cubriese el ruido de los cascabeles y el retemblar de los vidrios , no creas que no hay gente fina allí.... La casa está rodeada de señorío principal: las señoritas de Molende, que son muy simpáticas; Ramón Limioso, un cumplido caballero.... También nos hará compañía el Abad de Naya.... ¡Pues y el nuestro, el de Ulloa, que es presentado por !

Ramón Limioso, serio y aún melancólico, se limitó a entregar a Barbacana el latiguillo, sin despegar los labios. ¡Van... buenos! tartamudeó el abad de Naya reventando de risa. Yo mallé en ellos... ¡como quien malla en centeno! exclamó respirando con placer el de Boán.