United States or Cayman Islands ? Vote for the TOP Country of the Week !


El mastín no podía, literalmente, ejecutar el esfuerzo del ladrido: temblábanle las patas, y la lengua le salía de un palmo entre los dientes, amarillos y roídos por la edad. Apaciguáronse los perdigueros a la voz del señor de Ulloa, con quien habían cazado mil veces; no así el mastín, resuelto sin duda a morir en la demanda, y a quien sólo acalló la aparición de su amo el señorito de Limioso.

¿Quién no conoce en la montaña al directo descendiente de los paladines y ricohombres gallegos, al infatigable cazador, al acérrimo tradicionalista? Ramonciño Limioso contaría a la sazón poco más de veintiséis años, pero ya sus bigotes, sus cejas, su cabello y sus facciones todas tenían una gravedad melancólica y dignidad algún tanto burlesca para quien por primera vez lo veía.

El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.

Era la señorial mansión de Limioso, un tiempo castillo roquero, nido de azor colgado en la escarpada umbría del montecillo solitario, tras del cual, en el horizonte, se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro.

Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho, aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podía dudar que, con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señor desde sus principios así decían los aldeanos y no hecho a puñetazos, como otros.

Pensaban con regocijo en que al día siguiente se les preparaba otra excursión del mismo género, sin duda igualmente divertida: tocábales ver a las señoritas de Molende y a los señores de Limioso.

No es cosa de aguardar a que esos incircuncisos vengan aquí a darle a uno tósigo. Mas ya el cura de Boán y el señorito de Limioso, unidos al Tuerto, formaban un grupo lleno de decisión.

Sería... un león». «¡Ca!». «Pues sería... un elefante». «¡Caaa!». «Sería... lo que usted guste, caramba». «¡Una sota de bastos, señor de Castrelo! ¡Era una sota de bastos!». Minutos de no entenderse. El ratón reía con una especie de hipo agudo; el señorito de Limioso, ronca y gravemente; el cura de Boán, no sabiendo cómo desahogar el regocijo, pateaba en el suelo y abofeteaba a la mesa.

Aquí llegaban de su plática, y el auditorio, que se componía, además del abad de Naya, del de Boán y del señorito de Limioso, guardaba el silencio de la humillación y la derrota. De repente un espantoso estruendo, formado por los más discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar el tímpano humano, asordó la estancia.

El señorito de Limioso se acercó otra vez, levantó el visillo y llamó a don Eugenio. Mire, Naya, mire para aquí.... Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras.... Están bailando. Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada.