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«¿Qué será estoVuelve precipitadamente al balcón, alza el visillo y la ve en la acera opuesta parada ante un escaparate, como si con disimulo se contemplara en su cristal. En realidad, lo que hace es mirar con terror a derecha e izquierda; hasta se nota la respiración alterada que levanta y deprime su hermosísimo pecho, Don Juan piensa: «Esta es la última vacilación

Las pinturas murales del zaguán; los figurones de las cornisas; el caprichoso enrejado de las ventanas; el alegre color del frente, ya azul, ya verde, ya rosa, en su nota más tenue y apagada, da un aire coquetón al conjunto, que se convierte en interesante y misterioso, si el transeunte es impresionable y ve, detrás del visillo alzado de la sala, dos ojos criollos, que ven sin mirar y hablan sin voz.

Unas veces le hacía señales de que entrase, otras de que no entrase, y D. José obedecía con humildad. Llamole un día con agraciado gesto, desde dentro, alzando el visillo y mostrando su cara preciosa tras el cristal. Relimpio subió. ¡Cómo le palpitaba el corazón! Entró, cogió en sus brazos al niño, diole mil besos en la frente, en los rizos, y cargado con él, entró en la sala.

Pero aún queda esperanza: de repente acorta el paso, sigue despacio, parece que duda, vacilando entre la cita y el deber... Por fin acelera la marcha, se aleja casi corriendo, y allá, en lo alto de la calle, se pierde confundida en un grupo de gente, mientras don Juan, humillado y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo del balcón: ¡Cobarde! ¡Bribona!

Vamos a pasearle la calle a la novia le decían sus amigos cogiéndole del brazo . Y Borrén giraba tardes enteras delante de una manzana de casas, parafraseando las observaciones de algún amador novel que exclamaba: «Ya alzó el visillo... se asoma... no, es la hermana... ahora ... cómo me mira... ¡hola!, tiene la mantilla puesta...» . Jamás mostró Borrén cansarse de su papel de reflector y perro faldero; y cuenta que las chicas, guiadas por infalible instinto, le trataban como se trata a los inofensivos y a los mandrias; aunque él se derretía, acaramelaba y amerengaba todo, jamás le tomaron en parte alguna por lo serio.

En sus continuos paseos por la estancia que ocupaba en la rectoral, mientras con el breviario en la mano decía los rezos obligatorios, a menudo se detenía ante la ventana, levantaba la punta del visillo y dirigía una mirada tímida y ansiosa al palacio de Montesinos. Allí estaba, adusto, impenetrable, hostil como un baluarte fabricado por la impiedad. Los balcones eternamente cerrados.

Así que con disimulo alcé un si es no es el visillo, apliqué el ojo, y cuando la señora se inclinó para tomar el vaso de agua quedé asustado viendo que era Elenita. ¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Mi cuñada Elena? La misma, Tristanito, la misma. ¡No puede ser! Le digo que la he visto tan bien como le estoy viendo a usted ahora. ¿Y no pudo usted haberse equivocado? ¿Que fuese una mujer parecida?

El señorito de Limioso, resuelto y tranquilo, se aproximó a la ventana, alzó un visillo y miró. La cencerrada proseguía, implacable, frenética, azotando y arañando el aire como una multitud de gatos en celo el tejado donde pelean; súbitamente, de entre el alboroto grotesco se destacó un clamor que en España siempre tiene mucho de trágico: un muera. ¡Muera el Terso!

El señorito de Limioso se acercó otra vez, levantó el visillo y llamó a don Eugenio. Mire, Naya, mire para aquí.... Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras.... Están bailando. Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada.

¡Oh, si yo me atreviera! Hizo coraje algunos días: al fin se atrevió. ¡Cuánta duda, cuánta vacilación antes que las abrasadoras palabras saliesen de sus labios! Estaba D.ª Carolina subida encima de una silla sujetando un visillo del balcón. Carlota había salido en busca de tijeras.