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Ni que estuviera boba, D. Francisco. ¡Pa que á media noche me salga toda la gusanera de las ideas de usted, y se me meta por los oídos y por los ojos, volviéndome loca y dándome una mala muerte...! Porque, bien lo yo... á no me la da usted.... ahí dentro, ahí dentro, están todos sus pecados, la guerra que le hace al pobre, su tacañería, los réditos que mama, y todos los números que le andan por la sesera para ajuntar dinero.... Si yo me durmiera ahí, á la hora de la muerte me saldrían por un lado y por otro unos sapos con la boca muy grande, unos culebrones asquerosos que se me enroscarían en el cuerpo, unos diablos muy feos con bigotazos y con orejas de murciélago, y me cogerían entre todos para llevarme á rastras á los infiernos.

Luego estuvo mirándose un rato en el vidrio que cubría cierta estampa del Purgatorio, llena toda de ánimas, diablos, llamas, culebrones, sapos, cocodrilos, ruedas, sartenes, peroles, etc..., y contempló allí su imagen confusa, por no haber en la estancia espejo, ni vidrio azogado que hiciese sus veces.

Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras rocas: San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la roca Diablera; Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.

Un día el ingeniero había tenido un choque con la administración, al ver despedido del trabajo, por fútiles pretextos, á un obrero antiguo. Todos los compañeros recordaban que un mes antes su camarada había enterrado civilmente, con gran escándalo de las devotas del pueblo, á un hijo suyo, y acusaban á los culebrones de la dirección de una ruin venganza. Los más exaltados gritaban en son de amenaza. ¿Es que después de matarse trabajando, iban á imponerles á cambio del jornal lo que debían pensar? ¿Tendrían que ir con una vela en las procesiones, como ciertos hipócritas que halagaban de este modo á los amos, para procurarse trabajo? Sanabre tuvo una viva discusión en les oficinas y acabó por presentarse á Sánchez Morueta. El millonario, abstraído en sus negocios, ignoraba la vida interna de sus fábricas, y se indignó contra aquellos empleados, que eran excelentes administradores, pero se aprovechaban de las facultades que él les daba, para imponer sus creencias.