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Actualizado: 9 de junio de 2025
Parecían indignados. ¿Cuándo se había visto tamaña insolencia?... Buena era la paz, y el pueblo debía regocijarse; ¡pero meterse en el Casino como un motín danzante, para interrumpir el funcionamiento de una industria honrada!... Y habían acabado por repeler gradas abajo aquella fila de señoras desgreñadas por el entusiasmo, de militares condecorados que olvidaban repentinamente sus enfermedades v sus heridas.
De orilla á orilla se lanzaban miradas de odio y palabras de insulto, porque se acordaban de combates y degollaciones, de víctimas estranguladas, ahogadas, enterradas con vida; pero cuando los guerreros rojos, despojándose de su túnica parecida á la de los antiguos helenos, aparecían con la resplandeciente belleza de sus formas y al lanzarse al río para atravesarlo de unos cuantos empujes, se olvidaban del antiguo odio y hasta parecía que nos amábamos.
Desde aquellos días se entenebrecieron más sus ideas sobre las gentes y las cosas del mundo, y le parecieron lo más abominable de él las mujeres casadas de más alegre y más lujosa vida. ¿No habrían perdido tres hijos..., dos, cuando menos; uno siquiera? Pues ¿dónde estaban las señales de su pesadumbre? No podían ser buenas madres las que olvidaban a sus hijos muertos.
Más allá, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acuática, Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus orígenes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el felinismo de las eslavas, la voluptuosidad de las orientales y la avidez de las hebreas. A su derecha estaba África.
Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador: «Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidaban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque.
Había lo bastante con esto para restablecer el antiguo y noble orgullo de los tiempos de Carlos III, para libertarnos por siempre jamás amén de la rabia y comezón de imitar, recobrando nuestra inmaculada y pura nacionalidad; en fin, había lo bastante para decir al monumento del Dos de Mayo, a la estatua de Felipe IV y a la de Cervantes: «Humillaos, sombras ilustres, que aquí viene quien sobrepuja vuestra grandeza y vuestra gloria.» No faltaron entusiastas que pensasen acudir a la reina, para que se dignase ennoblecer a María, dándole un escudo de armas, cuyo lema, imitando el de los duques de Veragua, en lugar de: «A CASTILLA Y A LEÓN, NUEVO MUNDO DIO COLÓN», dijese: «A ALTA Y BAJA ANDALUCÍA, NUEVA GLORIA DIO MARÍA.» En fin, tal era la impresión hecha por la cantatriz en el público de Madrid, que ya no se escribía en las oficinas ni se estudiaba en los colegios: hasta los fumadores se olvidaban de acudir al estanco.
Para eso no se olvidaban de mí! Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente. ¿Sabe lo que pienso, compañero? Diga. Que usted es el individuo más feliz de la tierra. ¿Yo, feliz?... O más suertudo. ¿Entiende ahora? Y quedó mirándome. ¡Hum! me dije a mí mismo: O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno merece que lo abrace hasta romperle el termómetro dentro del bolsillo.
Y allá al fondo había un bosque muy grande y hermoso, que daba al mar azul, y en un árbol de los del bosque vivía un ruiseñor, que les cantaba a los pobres pescadores canciones tan lindas, que se olvidaban de ir a pescar; y se les veía sonreír del gusto, o llorar de contento, y abrir los brazos, y tirar besos al aire, como si estuviesen locos. «¡Es mejor el vino de la canción que el vino de arroz!» decían los pescadores.
Asesinaban al rival como al infeliz Maestrico; y después, de casados, satisfecho el primer ímpetu de su apetito exacerbado por la escasez de mujeres, se entregaban al trabajo que gastaba su voluntad y sus fuerzas; olvidaban el amor hasta despreciarlo, para no pensar más que en el dinero, como si los envenenase el viento de fortunas rápidas y milagrosos encumbramientos que parecía soplar sobre las minas.
Ni doña Paula ni Teresa olvidaban jamás estos pormenores. Ellas eran las encargadas de oír la campana del coro, de apuntar las misas, de cuanto se refería a los asuntos del rito. De Pas cumplía con estos deberes rutinarios, pero necesitaba que se los recordasen. ¡Tenía tantas cosas en la cabeza!
Palabra del Dia
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