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Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen é intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados.

Los cuerpos rudos y angulosos parecían labrados a hachazos: otros eran deformes y grotescos como fabricados por un alfarero: muchos recordaban, por lo retorcidos y nudosos, los troncos de los acebuches de las dehesas. Los brazos negros, con las agudas protuberancias de una gimnasia forzada, parecían de sarmientos trenzados.

Un ardor belicoso se había despertado en los emigrantes de popa, impulsando a unos contra otros. Los rusos jóvenes, de barbas de oro y camisas rojas, boxeaban con los alemanes de brazos nudosos y blancos. Se veían narices quebradas exhibiendo los remiendos de unas tirillas puestas en la farmacia. Los más forzudos exhibían con orgullo sus bíceps adornados con tatuajes azules.

Por todas partes se veía llegar á los religiosos, cuyos blancos hábitos se destacaban vivamente sobre el césped que cubría las avenidas de nudosos robles. Procedían unos de los viñedos y lagares pertenecientes á la comunidad, otros de la vaquería, de las margueras y salinas, y algunos llegaban, apresurando el paso, de las lejanas fundiciones de Solent y la granja de San Bernardo.

Por las terrazas, enormes serpientes veneradas como dioses, se iban arrastrando, ya entorpecidas por el frío. Y aquí y allá, al pasar, encontrábamos budistas decrépitos, secos como pergaminos y nudosos como raíces, entrecruzados de piernas en el suelo bajo los sicomoros, inmóviles como ídolos, contemplándose incesantemente el ombligo en espera de la perfección del Nirvana.

Y comienza a atar y a desatar entre sus dedos nudosos el hilo de un saco de harina; después, cuando está bien convencido de que no lo necesitan, vuelve a hundirse en su rincón obscuro. El rostro de Martín está radiante. Tiene un gran corazón. ¡Veintiocho años a nuestro servicio, y siempre laborioso, siempre fiel a sus deberes! ¿Qué hace ahora? Martín no sabe qué contestar.

Una de mis piernas estaba enlazada por nudosos bejucos que traté en vano de romper. No se halla uno bastante libre en una agua profunda sobre un fondo viscoso, para desplegar todas sus fuerzas: estaba por otra parte medio ciego por el repulso continuo de la onda espumante. Además sentía que mi situación se hacía equívoca. Arrojé una mirada hacia la ribera.

Había allí árboles innumerables, de infinidad de especies: unos altos, rectos, enormes, que desplegaban su ramaje a doscientos y más pies del suelo; otros, más bajos, nudosos, curvados a derecha o izquierda, y otros, en fin, delgados y raquíticos de tronco, pero de follaje gigantesco, compuesto de hojas de lo menos veinte pies de largo por tres o cuatro de ancho.

El otoño iba despojando a la parra de su pomposo follaje recortado, y los nudosos sarmientos parecían brazos de esqueleto mal envueltos en los jirones de púrpura de las pocas hojas restantes. Algún racimo negreaba en lo alto. En unas tinas viejas arrimadas al banco de piedra, había botellas vacías que semejaban embarcaciones náufragas varadas en un arenal.