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Actualizado: 26 de junio de 2025


No tardó en salir de las huertas y en encontrarse entre olivares y viñedos; pero él huía de los hombres; no quería ver a nadie ni que nadie le viese, y tomó por las menos frecuentadas veredas, dirigiéndose hacia la sierra peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite el cultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra o sólo cubierta a trechos de maleza y ásperas jaras, de amargas retamas, de tomillo oloroso y de ruines acebuches, chaparros y quejigos.

La sierra era el escenario de su aventurera juventud, y al volver al cortijo recordaba con entusiasmo las montañas cubiertas de acebuches, alcornoques y encinas; las profundas cañadas con espesuras de lentisclos; las altas adelfas orlando los riachuelos, en cuya corriente servían de pasos grandes fragmentos de columnas con arabescos que el agua iba borrando poco a poco; y en el fondo, sobre las cumbres, las ruinas de alcázares moriscos, el castillo de Fátima, el castillo de la Mora Encantada, una decoración que hacia recordar los cuentos de los crepúsculos de invierno junto a la chimenea del cortijo.

Los cuerpos rudos y angulosos parecían labrados a hachazos: otros eran deformes y grotescos como fabricados por un alfarero: muchos recordaban, por lo retorcidos y nudosos, los troncos de los acebuches de las dehesas. Los brazos negros, con las agudas protuberancias de una gimnasia forzada, parecían de sarmientos trenzados.

Contemplando desde la sierra lo que se veía del panorama del Puerto, habíame comparado yo, por la fuerza del contraste, con un mísero gusanejo; pero al hallarme en el observatorio de más adentro, ¡qué cambio tan radical y tan súbito de ideas, y cuán extrañas las impresiones recibidas!... Creo que fue de espanto, de frío y de «arrepentimiento» la primera, y estoy seguro de que fue de melancolía la segunda, como lo estoy también de que la siguiente me infundió la sensación de lo que tenía a la vista, de tal modo y con tal intensidad y fuerza, que hubiera jurado yo que circulaban por mis venas líquidos pedernales, y era mi cuerpo una estatua de granito coronada con manojos de «loberas» y acebuches.

Todavía aquella privilegiada tierra está brindando á sus naturales con su fertilidad prodigiosa: fuera de los olivares, naranjales, higuerales, granados, cidras damasquinas y moreras de que se cubren sus laderas aun negligentemente labradas, produce la montaña sin que intervenga la mano del hombre, arrayanes, lentiscos, algarrobos, almezos de dulcísimo fruto, pinos, avellanos, castaños y acebuches.

Palabra del Dia

rigoleto

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