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Actualizado: 24 de septiembre de 2024
Me precedió, y escurrió con gran trabajo su ancho y pesado cuerpo por la puerta entreabierta. La cuna se alzaba allí en la luz rosada de la tarde. Entre los cojines aparecía una cabecita roja, apenas más grande que una manzana. Sus párpados arrugados estaban cerrados y tenía en la boca uno de sus puñitos, con los dedos crispados como por una convulsión.
Una era la de la bodega, y por entre sus hojas abiertas veíanse las dos filas de toneles enormes que llegaban hasta el techo, los montones de pellejos vacíos y arrugados, los grandes embudos y las medidas de cinc teñidas de rojo por el continuo resbalar del líquido. En el fondo de la pieza estaba el pesado carro que rodaba hasta los últimos límites de la provincia para traer las compras de vino.
Ella sabía más de esto que todos los médicos juntos; y después de mirar largamente el abultado abdomen, contrayendo los ojos y sacando los arrugados labios en forma de trompeta, dijo con certeza: Va a ser una churumbela más grasiosa y requetesalá que su propia mare. Dende aquí la veo.
El octogenario empleado del resguardo, que, siento decirlo, murió hace algún tiempo en consecuencia de la coz de un caballo, pues de lo contrario habría vivido de seguro eternamente, así como todos los demás venerables personajes que se sentaban junto con él en la Aduana, se han convertido para mí en sombras: imágenes de rostros arrugados y cabezas blancas en canas, con quienes mi fantasía se ocupó algún tiempo y que ya ha arrojado á lo lejos para siempre.
Al pie de la cama deshecha, hay una mujer sentada en una silla baja: tiene el pelo revuelto, el rostro abrillantado por las lágrimas restregadas, y la boca contraída por el amargo dejo de una felicidad apenas gozada y ya perdida. Junto a ella, caídos en el entarimado del piso, se ven dos papeles arrugados: una carta y un impreso pequeño con cifras manuscritas.
Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera. Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges esta aún más desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados.
Y vea usted cómo han fallado mis cálculos: en la Bolsa, la suerte siempre de espaldas, y en el club; hasta la lotería... mi número sin querer salir... Del cajón de la mesa sacó un puñado de billetes de lotería, arrugados, que arrojó al suelo.
Gallardo se separó de doña Sol, que contemplaba los preparativos de marcha del bandido con sus ojos indefinibles y la boca pálida, apretada por la emoción. El torero rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y avanzó hacia el jinete, tendiéndole con disimulo unos papeles arrugados dentro de su mano. ¿Qué es eso? dijo el bandido . ¿Dinero?... Grasias, señó Juan.
Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen é intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados.
Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera. Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges están aún más desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados.
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