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Gallardo, siempre pálido y risueño, saludaba, repitiendo «muchas grasias», conmovido por el contagio del entusiasmo popular y orgulloso de su valer, que unía su nombre al de la patria. Una manga de «golfos» y greñudas chicuelas siguió al coche a todo correr de sus piernas, como si al final de la loca carrera les esperase algo extraordinario.

Vivimos como poemos; pero lo que yo tenga es de él, y vamos tirando grasias a los antiguos amigos que arguna vez vienen de merienda o a jugar al mus, y sobre too grasias a la escuela. Gallardo sonrió. Había oído hablar de la escuela de tauromaquia establecida por el Pescadero cerca de su taberna.

Y él, apoyado en la barrera, sonreía satisfecho de su fuerza, repitiendo a todos: Muchas grasias. Se hará lo que se puea. No sólo los entusiastas mostrábanse esperanzados al verle. Toda la gente fijábase en él, aguardando hondas emociones. Era un torero que prometía «hule», según expresión de los aficionados; y el tal hule era el de las camas de la enfermería.

Y Plumitas bajó los ojos, quedando un buen rato como absorto en la interna contemplación de su desgracia, viéndose sin lugar en la época presente. De pronto requirió la carabina, intentando ponerse de pie. Me voy... Muchas grasias, señó Juan, por sus atensiones. Salú, señora marquesa. Pero ¿aónde vas? dijo Potaje tirando de él . ¡Siéntate, malaje! En ningún sitio estarás mejor que aquí.

Grasias, muchas grasias. Hasta luego. Era otro. Desde que se había puesto sobre un hombro su capa deslumbrante, una sonrisa desenfadada iluminaba su rostro.

El común entusiasmo confundíales con los otros señores, grandes comerciantes o funcionarios públicos, que discutían con ellos acaloradamente las cosas del toreo, sin sentirse intimidados por su aspecto de pedigüeños. Todos, al ver al espada, le abrazaban o le estrechaban la mano, con acompañamiento de preguntas y exclamaciones. Juanillo... ¿cómo sigue Carmen? Güena, grasias.

Para ocultar su emoción, sonreía enseñando los dientes: una carátula inmóvil de niño que quiere ser amable. No, señora... Muchas grasias. Aqueyo no valió la pena. Así se excusaba de las muestras de agradecimiento de doña Sol por su hazaña de la otra tarde. Poco a poco, Gallardo fue adquiriendo cierta serenidad. Hablaban de toros la dama y el apoderado, y esto dio al espada una repentina confianza.

¿Y la mamita? ¿La señora Angustias? Tan famosa, grasias. Está en La Rinconá. ¿Y tu hermana y los sobrinillos? Sin noveá, grasias. ¿Y el mamarracho de tu cuñado? Güeno también. Tan hablador como siempre. ¿Y de familia nueva? ¿No hay esperanza? Na... Ni esto.

Güenos días nos Dió, señó Juan dijo con la grave cortesía del campesino andaluz. Güenos días. ¿La familia güena, señó Juan? Güena, grasias. ¿Y la de usté? preguntó el espada, con el automatismo de la costumbre. Creo que güena también. Hase tiempo que no la veo.

Gallardo, animado por el ejemplo, comió, y sobre todo, bebió mucho, buscando en los varios y ricos vinos un remedio para aquella cortedad, que le hacía permanecer como avergonzado ante la dama, sin otro recurso que sonreír a todo, repitiendo: «Muchas grasiasLa conversación se animó.