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Actualizado: 10 de septiembre de 2024


Pero ella llegó a los veinticinco años sin prestar oído a estas proposiciones que atentaban contra su gloria, hasta que conoció el amor en la persona del maestro Eichelberger. Tal vez no fue amor: tal vez fue lástima.

Era el mismo día en que había entrado por primera vez en el camarote de la Eichelberger. ¡Y él se imaginaba que iba transcurrido mucho tiempo, días y días, semanas, meses, desde esta aventura triste! Las horas se deslizaban a bordo de un modo irregular, con una celeridad loca o una monotonía interminable, según eran los sucesos.

Eichelberger no existía; había muerto, o tal vez estaba de vuelta en Europa. Y los dos existían unidos como esposos, en la libertad de un pueblo nuevo, teniendo con ellos a su hijo. Fernando y Karl eran los dos únicos seres de este mundo que ella podía amar. Vivir para siempre entre el hombre adorado y su hijo, ¡qué inmensa dicha!... Pero no era más que un ensueño; una ilusión del viaje oceánico.

Ojeda experimentó al examinar al maestro Eichelberger la misma sensación que ante su esposa. Vio algo que había sido, y al no ser, guardaba en su ruina los muertos esplendores del pasado. Los gestos, las palabras, todo en su persona era de un hombre superior al medio en que vivía actualmente.

Tal vez hasta el mismo Eichelberger se regenerase con el trabajo. Y si este trasplante de un hemisferio a otro no producía efecto en el músico, seguramente influiría en el hijo, que estaba en edad para sentir la impresión del cambio de medio. Pensaba quedarse en el nuevo continente: sentía horror a la vida de Europa.

Ocupaba con su hijo un pequeño camarote en la cubierta más honda del castillo central. En otro inmediato vivía el maestro Eichelberger, que no se retiraba hasta cerca del amanecer. Ella iba a dormir con sus recuerdos, a soñar con Fernando. Se llevaba a su profundo refugio la felicidad de la mejor noche de su vida. Lo juraba... «Y ahora, adiós

Las pasiones anteriores enmudecían. Nadie osaba insinuar una petición por miedo a verla aceptada, teniendo que descender a la asfixiante penumbra del camarote removida por el aleteo del ventilador. Y fue en esta hora cuando Ojeda entabló su cuarta conversación con Mina Eichelberger. Habían cruzado la palabra por vez primera en la tarde anterior, al avistar el buque las islas de Cabo Verde.

Dábase cuenta de la debilidad artística de Eichelberger, seguía con mirada dolorosa su descenso, reconocía la razón de aquella indiferencia creciente que rodeaba su nombre. Por desesperación o por ansia de consuelo, él se entregaba cada vez con mayor tenacidad a su vicio predilecto. Bebía sin recato, olvidado ya de los miramientos que había tenido con ella en los primeros meses de matrimonio.

El maestro Eichelberger, gran pianista, improvisaría para ella un acompañamiento. Y si lo reclamaba el público, la muchacha se atrevería a bailar cierto «garrotín» de exportación aprendido en una academia de Madrid de las que preparan «estrellas danzantes» para el extranjero. Pero con recato y decencia, niña había aconsejado Maltrana . Comprímete aquí: échale agua a tu baile.

Era Karl que la buscaba por la cubierta de los botes. Hacía mucho tiempo que el clarín había lanzado la llamada al comedor, sin que ellos lo oyesen. El maestro Eichelberger, cansado de esperar, se había sentado a la mesa, enviando al niño en busca de su madre por todas las cubiertas. Mina huyó. «Hasta la noche... novio

Palabra del Dia

jediael

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