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Se habían encendido todas las luces en el interior del buque; sonaba el piano del salón, y pasaban junto a las ventanas parejas de danzantes ganosos de aprovechar la inercia de la espera. El fumadero no tenía un asiento libre. Muchos sentían la necesidad de beber, para quitarse el mal sabor que la niebla dejaba en las gargantas. Los artistas de opereta aparecían con sus mejores trajes.

En el carro alegórico se mostraba también el antiguo pendón de la hermandad de los sastres, que tenía por patrón á san Mateo, y cerraba por último toda aquella comitiva un buen número de danzantes y cantores que entonaban versos en loor del monarca, de la reina y de los príncipes.

En el centro habia una grande hoguera alimentada con palmas secas, al rededor de la cual se agitaba la rueda de danzantes, y otra de espectadores, danzantes á su turno, mucho mas numerosa, cerraba á ocho metros de distancia el gran círculo. Allí se confundian hombres y mujeres, viejos y muchachos, y en un punto de esa segunda rueda se encontraba la tremenda orquesta.

Alejandro vistió su uniforme de «Tenorio», color blanco y celeste, con gorra de oficial de marina, espléndido specimen de mojiganga criolla; se echó al bolsillo el triángulo, su instrumento oficial en la comparsa de los «Tenorios» y esperó a Graciana acurrucado debajo de la escalera, completamente a obscuras en el acto de la evasión de los dos danzantes fugitivos.

La acaudalada señora de Pinto, rica propietaria de Bahía de Todos los Santos, que hacía cuatro años vivía en París con gran lujo, no bien se informó de la llegada del Vizconde, a quien había conocido en Río, le escribió un billetito, convidándole a los tés musicales y a veces danzantes que tenía todos los viernes, y donde la mayor de sus hijas, que eran dos, y ambas bonitas, mostraba su habilidad y hechizaba con su voz melodiosa, cantando alternativamente, ya las modinhas de su país, ya las canciones más sentimentales y melancólicas de Alemania, Italia y Francia.

El maestro Eichelberger, gran pianista, improvisaría para ella un acompañamiento. Y si lo reclamaba el público, la muchacha se atrevería a bailar cierto «garrotín» de exportación aprendido en una academia de Madrid de las que preparan «estrellas danzantes» para el extranjero. Pero con recato y decencia, niña había aconsejado Maltrana . Comprímete aquí: échale agua a tu baile.

La luz rojiza de la hoguera, extendiéndose sobre un fondo oscuro, aumentaba el romanticismo de la escena, porque el bosque vecino aparecia como una inmensa caverna, y las sombras de los danzantes, músicos y espectadores, así como las de los mástiles y las copas de los cocoteros, se proyectaban en perspectiva de un modo singular.

De pronto cruzó una ráfaga de aire fresco que se aceleró por instantes, intensificándose hasta disolver los grupos de sofocadas gallinas, levantar torbellinos danzantes de polvo, sacudir los ramajes y aun torcer las copas de los mismos ombúes, gruesos y anchos, como una satisfacción sanchesca.

Mamá Delfour, siempre vestida de negro, con el aire grave y reflexivo de una mujer que conoce el precio de la vida, presenció impasible las invenciones de la recién llegada: fiestas orientales que alborotaban el tranquilo hotel; tés danzantes; túnicas de lino transparente, estrechas como fundas y con enormes flores de realce, en las que encerraba su magra desnudez.

Me acuesto a obscuras; y en cuanto a papelotes, ninguno me importa nada, ya que maldito lo que me interesa la política. A estas horas no quién manda en España. Lo mismo da que sean unos que otros. Todos son lo mismo: gobernantes, manipulantes y danzantes; y eso de la política, zarandajas, marañas, patrañas y tonterías. El devoto exaltábase al hablar.