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Y en su fuga había mirado al Sur, como todos los que navegaban en aquella cáscara de acero, presintiendo más allá del círculo oceánico renovado diariamente una tierra remozadora de existencias, donde las vidas destrozadas se contraían virginalmente lo mismo que capullos para empezar el curso de una nueva evolución. La esperanza le había rozado también con su aleteo ilusorio.

El moro oceánico es en general de regular corpulencia, estatura mediana, de color cobrizo amarillo, propio de la raza malaya; ojos obscuros y rasgados, cejas pobres, nariz roma y labios delgados, por más que el uso del bullo no permita apreciar esta circunstancia; la cara resulta enjuta de carnes aunque ancha por lo saliente de los pómulos.

Allí la encontró una mañana, cerca de mediodía. Había estado en su buque, y al volver entró en el museo oceánico, por el automatismo de la costumbre, seguro de que á esta hora sólo podía tropezarse con el empleado que daba de comer á los peces.

La música iba quedando detrás del buque, en el misterio oceánico, como una cinta que se estira, se rompe y se pierde en fragmentos lo mismo que el humo de las chimeneas.

Este animal oceánico de férreo caparazón tenía un alma que se escapaba normalmente por aquella torre con una respiración acompasada, o mugía con la furia del instinto en las noches de peligro ante el escollo cercano o la densa niebla. Sus compartimientos interiores parecían sensibles a la influencia del ambiente, como las mucosas de un organismo animal.

Eran hembras que podían ir solas por el mundo, sintiéndose capaces de interrumpir los arrebatos de pasión con golpes de boxeo. Algunas había visto él en sus viajes que llevaban en el manguito, o en el bolso de mano, entre la caja de polvos y el pañuelo, un diminuto y niquelado revólver. Miss Mary le hablaba del lejano archipiélago oceánico en el que su padre era algo así como un virrey.

El tiburón descendía atraído por el regalo de un animal sin huesos, todo carne, y que pesa toneladas. Este viaje lo hacía á toda prisa, por no poder soportar largo tiempo las formidables presiones del abismo. La lucha era breve y mortal entre los dos guerreros feroces que se disputan el dominio oceánico.

Necesitaban ser ligeros, y para serlo prescindían de la coraza rígida y dura del crustáceo, que impide los movimientos, prefiriendo la cota de malla cubierta de escamas, que se dilata y se pliega, cede al golpe y no se rompe. Querían ser libres, y su cuerpo, como el de los luchadores antiguos, estaba cubierto de un aceite resbaladizo, el mucus oceánico, que escapa fugaz á toda presión.

La inmensa masa acuática tres veces más salada que al nacer el planeta, á causa de una evaporación milenaria que había disminuido el líquido sin absorber sus componentes guardaba, revueltos con sus cloruros, el cobre, el níquel, el hierro, el cinc, el plomo, y hasta el oro procedente de los filones que la ebullición planetaria aglomeró en el fondo oceánico, y de cuya masa no son mas que insignificantes tentáculos los filones de las montañas, con sus arenas auríferas arrastradas por los ríos.

Las rocas y fondos se cubrían de una vegetación que era verde cerca de la superficie y se iba ensombreciendo, hasta llegar al rojo obscuro y al amarillo bronce así como se alejaba de la luz. En este paraíso oceánico, de aguas nutritivas y luminosas cargadas de bacterias y alimentos microscópicos, se desarrollaba la vida con exuberancia.