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Lo primero que notó Arturito, con desagradable sorpresa, aunque parezca extraño y nada compasivo, fue que la Sra. de Figueredo debía de estar aquella noche muy poco atormentada por la jaqueca, porque en vez de hallarla en vaporoso deshabillé, de bata, peinada muy al descuido y recostada o casi tendida en su chaise-longue, la encontró bastante atildada y compuesta, con traje casi de ceremonia, y sentada en un sillón, como si fuese a recibir una visita de mucho cumplido.

No sabemos cómo se habló de Arturito y se lamentó su muerte. Don Joaquín se conmovió, hizo tres o cuatro pucheritos y se le saltaron las lágrimas. Toda mi vida exclamó , conservaré como recuerdo una prenda suya, que, sin duda, Madame Duval llevó a la alcoba de mi mujer, donde yo la encontré hace dos o tres días. Esta es la prenda.

Arturito tuvo que irse muy triste y desolado. No se le ocurrió, ni por un momento, dudar de la sinceridad de Rafaela ni de su reciente empeño de volverse santa. A todos los hombres nos ciega algo la vanidad y no acertamos a ver, en ocasiones, al rival que aparece, ni a descubrir en él mayor mérito que en nosotros, ni más seductores recursos.

Acudió Arturito a defenderla, pero el gaucho, más fuerte y más decidido, le dio un empellón y le apartó de bastante maltrecho. Todavía se lanzó sobre Arturito, decidido a darle de golpes; pero unas manos poderosas que parecían dos garras le asieron por ambos brazos, le zarandearon y sacudieron como si fuera un pelele y le derribaron por tierra con desprecio.

Si algún cálculo extraño a la contrición y al arrepentimiento era parte en la resolución que Rafaela había tomado, este cálculo la honraba, demostrando que era prudente y buena. La noche en que Rafaela despidió a Arturito, era el 5 de Febrero de 1852.

Lo conforme a su gusto hubiera sido una educación más larga y difícil, así porque, durando la educación, también hubiera durado el prestigio que hacia Arturito la había atraído como porque la misma tardanza en educarse y en cambiar de condición hubiera sido garantía de lo seguro y firme del cambio.

Todo se lo he confesado al Padre García, mi confesor, que es un santo, severo consigo mismo y con sus prójimos indulgente. Pero, a pesar de su indulgencia, se resiste a darme la absolución si no me aparto para siempre del mal camino. Es, pues, necesario que nuestras relaciones concluyan. Al llegar a este punto, Arturito se puso tan enternecido que las lágrimas asomaron a sus ojos.

El ahogo y el susto pasaron pronto. Todas las cosas volvieron al ser que tenían. El inglesito llegó a ser íntimo en casa de Rafaela. Don Joaquín concibió por él mucho más cariño que el que tuvo al gaucho, y casi estamos por afirmar que un poco más que el que tuvo a Arturito.

Todos los testigos tenían el convencimiento, la casi seguridad de que, no sólo el tiro de Arturito, sino también el del gaucho, tan malas y tan cargadas estaban las pistolas, iban a perderse en el aire.

Y sólo el mal ejemplo, las perversas compañías y hasta la propia docilidad con que cedía él y dejaba que le guiasen habían sido causa de sus travesuras y derroches pasados. Para Rafaela, hecha ya esta conversión, se desvaneció por desgracia casi todo el atractivo de Arturito. Empezó a hallarle poco ameno, y después soso, y por último llegó a encontrarle empalagosísimo a causa de su dulzura.