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He querido hacer el tuyo y no lo has consentido. ¿Quién te ha vestido? Yo. ¿Y quién te ha peinado? Yo. ¿No ves que voy peinada como siempre? Es cierto asintió Magdalena con amarga expresión. Tu hermosura no necesita de adornos que la realcen.

Rafael contemplaba con asombro a su amiga. ¡Qué guapa estaba!... ¡Cualquiera podía adivinar en ella a la artista de inmenso renombre! Parecía una hortelana, vestida de fresco percal, como anunciando la primavera; al cuello un pañolito rojo y la rubia cabellera al descubierto, peinada con artístico descuido, anudada rápidamente sobre la nuca. Ni una joya, ni una flor.

La dama estaba peinada con el pelo hecho dos grandes ondas, muy alisadas, y tenía las facciones parecidísimas a la retratada en el otro lienzo; pero resultaba la belleza de la primera más completa y armónica. A pesar de esta diferencia, se parecían tanto, que era fácil adivinar su parentesco. Debían ser madre e hija, a juzgar por la edad que representaba cada una y por la diferencia de los trajes.

Pero ¿quién se iba á esperar que algo discreto pudiese salir de una cabeza tan mal peinada en que terminaba un indio tan mal calzado, clasificado hace poco entre las aves trepadoras?

Lo primero que notó Arturito, con desagradable sorpresa, aunque parezca extraño y nada compasivo, fue que la Sra. de Figueredo debía de estar aquella noche muy poco atormentada por la jaqueca, porque en vez de hallarla en vaporoso deshabillé, de bata, peinada muy al descuido y recostada o casi tendida en su chaise-longue, la encontró bastante atildada y compuesta, con traje casi de ceremonia, y sentada en un sillón, como si fuese a recibir una visita de mucho cumplido.

La primera era la criada, con el delantal de rizos de los días de fiesta, y la cofia de servir la mesa en los días de visita: traía el chocolate, el chocolate con crema, lo mismo que el día de año nuevo, y los panes dulces en una cesta de plata: luego venía la madre, con un ramo de flores blancas y azules: ¡ni una flor colorada en el ramo, ni una flor amarilla!: y luego venía la lavandera, con el gorro blanco que el cocinero no se quiso poner, y un estandarte que el cocinero le hizo, con un diario y un bastón: y decía en el estandarte, debajo de una corona de pensamientos: «¡Hoy cumple Piedad ocho años!» Y la besaron, y la vistieron con el traje color de perla, y la llevaron, con el estandarte detrás, a la sala de los libros de su padre, que tenía muy peinada su barba rubia, como si se la hubieran peinado muy despacio, y redondéandole las puntas, y poniendo cada hebra en su lugar.

Se levantaba la primera, y ya lavada y peinada, iba a ver preparar el desayuno de la familia; que el chocolate de don Bernardino, y el mate de la madre, y el te con leche de los hermanos, estuvieran en el punto en que el capricho de cada cual lo exigía; daba prisa a los criados, y les amonestaba, suavemente. Bernardo, ¿quiere usted hacerme el favor de darme el jarro de la leche?

Visita reía a carcajadas adivinando, sin verlo, el rostro asustado de su marido. Avanzó lentamente llevando extendidas las manos y acercándose le tomó la cabeza y le besó repetidas veces. ¡Pero, hija mía, si no son más que las ocho! dijo él, que como hombre de vida metódica y escrupulosamente regularizada aún no volvía de su asombro . ¿Cómo estás ya peinada y vestida?

No era ya por cierto la niña que conocimos desgreñada y mal compuesta; primorosamente peinada y vestida con esmero, venía todas las mañanas al convento, al que si bien no la atraían el cariño ni la gratitud a los que lo habitaban, traíala el deseo de oír y aprender música de Stein, al paso que la echaba de la cabaña el fastidio de hallarse sola en ella con su padre, que no la divertía.

Desde entonces, si mentáis al escribano, os dirán todos: ¿Porras? ¡Si es capaz de disputar con los difuntos! Correctamente vestido de negro, albeándole la camisa, desaliñado el calzado y muy peinada y brillante la profusa barba, era un tipo de los más simpáticos; pero más simpática aún era su charla.