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Actualizado: 22 de junio de 2025
Tentado estuvo de dejar á sus compañeros y seguir á la joven. Ben Zayb á duras penas pudo disuadirle. Paulita seguía andando y se veía su hermoso perfil, su pequeña cabeza graciosamente peinada moverse con natural coquetería. Nuestros paseantes continuaron su camino no sin suspiros de parte del fraile-artillero, y llegaron á una tienda rodeada de curiosos, que facilmente les cedieron sus puestos.
Los conocidos que las veían entrar, decían: «ya está ahí doña Isabel con el muestrario». La madre, peinada con la mayor sencillez, sin ningún adorno, flácida, pecosa y desprovista ya de todo atractivo personal que no fuera la respetabilidad, pastoreaba aquel rebaño, llevándolo por delante como los paveros en Navidad.
Si continuaba en sus ensueños, iba a proponerle el amor en pantuflas al lado del fuego, ella mal peinada y con bata, cortando meticulosamente las tostadas, vigilando el hervor de la cafetera; él con una pipa enorme, leyendo gacetas y acariciando la cabeza estoposa de un niño que no era suyo... ¡Muchas gracias!
Por la tarde, lavada, peinada, perfumada, con una linda bata color crema, sentada al lado del balcón bordándole a él unas zapatillas, no podía darse nada más correcto y a la vez más interesante. Cuando salían de paseo y se ponía un sombrerito de paja adornado con campanillas rojas y el traje negro de seda, regalo de sus papás, era maravillosa.
Surgía de su cabellera negra peinada a la diabla, con gracioso descuido; de su cuerpo esbelto, del revoloteo de sus faldas. Era una esencia sobrenatural que seguramente no podía comprarse en perfumería alguna, que tal vez era un engaño de la imaginación, pero se le subía a la cabeza como el más fuerte de los vinos. Ninguna mujer, al pasar junto a Maltrana, olía así.
No lo era, sin embargo, sino un lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de retorcidos bigotes y bien peinada y reluciente barba. Después de haber disertado contra las colas refirió una serie de anécdotas ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierras extrañas de donde venía.
Y cuando volviese, la vería esperándole en la puerta del cortijo; pobre, pero limpia como los chorros de agua, bien peinada, con flores en el moño, y unos delantales que quitarían la luz de los ojos. La olla humearía en la mesa. ¡Poquito aquel que tenía la niña para la cocina!
Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzando babuchas y con el puñalito en la cabellera mal peinada, hacía la cocina animosamente, con la ayuda de una mozuela del país, que aprovechaba el menor descuido para engullirse los bocados destinados al «querido enfermo». Los chicuelos de Valldemosa apedreaban a los pequeños franceses, creyéndolos moros, enemigos de Dios.
Vió el valle, rubio y verde, sonriendo bajo el sol; los grupos de árboles; los cuadrados de tierra amarillenta, con las barbas duras del rastrojo; los setos, en los que cantaban pájaros; todo el esplendor veraniego de una campiña cultivada y peinada durante quince siglos por docenas y docenas de generaciones.
Las más tímidas formaban en torno de ella a modo de aduladora corte, para atraerse su protección, limpiándola la casa o haciendo la cocina, mientras Mariquita, vestida de hábito y cuidadosamente peinada, único lujo que le permitía su tío, salía al claustro con la esperanza de que subiese algún cadete o se fijasen en ella los forasteros que iban a la torre o a la sala de los gigantones.
Palabra del Dia
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