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Por las mañanas, la tertulia era en casa del zapatero que enseñaba los gigantones, un hombrecillo amarillento y enfermo, con eternos dolores de cabeza que le obligaban a llevar varios pañuelos arrollados a guisa de turbante. Era el más pobre de las Claverías.

Al exterior, fuera de su puerta almohadillada, por la cual entrarían sin inclinarse los gigantones del Corpus, nada absolutamente tiene de particular. Interiormente conserva bastantes obras de mérito, como tapices, muebles y cuadros, sin que ninguna de ellas raye, ni con mucho, en lo extraordinario.

Formaban la rinconada aquella vetustos caserones de ladrillo modelado a estilo mudéjar, en las puertas gigantones o salvajes de piedra con la maza al hombro, en las cornisas aleros de tallada madera, todo de un color de polvo uniforme y tristísimo. No se veían ni señales de alma viviente por ninguna parte.

Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que había admirado en su niñez. Vengo á lo del otro día dijo con alguna torpeza, pero mirando al médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo sus pretensiones.

Basta solo este breve relato para comprender el esplendor con que se celebró esta procesión en los últimos años del siglo XVIII, realzado con la presencia de la que suponemos sería rica custodia, acompañada por numerosa clerecía y particulares, con sus cantores y músicas; sus nubes de incienso, sus cohetes y ruedas de fuegos artificiales, sus danzas y gigantones, sus ricos simpecados; en suma, con el júbilo y regocijo que inundaba las almas de miles de espectadores que afluirían á las calles de la carrera.

Aunque con menos lujo, concurrían también las cofradías a las fiestas de San Benito y Nuestra Señora de la Luz, en el templo de San Francisco, y a las procesiones de Corpus y Cuasimodo. En estas últimas eran africanos los que formaban las cuadrillas de diablos danzantes que acompañaban a la tarasca, papahuevos y gigantones.

Estamos en invierno, y ahora viaja poca gente. La gran temporada es en primavera, cuando, según dicen, entran los ingleses por Gibraltar. Van a la feria de Sevilla y vienen después a echar una vista a nuestra catedral. Además, la gente de Madrid sale con el buen tiempo, y aunque a regañadientes, afloja la mosca por ver los gigantones y la Campana Gorda. Da gusto entonces despachar papeletas.

No vas a conocer nuestro Corpus decía a Gabriel . Del que aún alcanzamos nosotros, sólo quedan los famosos tapices que se colocan en el exterior de la catedral. Los gigantones ya no los alinean ante la puerta del Perdón, y la procesión es cualquier cosa. El maestro de capilla también se lamentaba. ¿Y la misa, señor Esteban? ¡Vaya una misa para festividad tan solemne!

Una verja rematada por jarrones del siglo XVIII se extendía ante la portada, cerrando un atrio de anchas losas, en el cual verificábanse en otros tiempos las aparatosas recepciones del cabildo y admiraba la muchedumbre los gigantones en días de gran fiesta.

No tenía empleo y enseñaba los gigantones sin retribución alguna, con la esperanza de conseguir la primera plaza que vacase, y agradeciendo mucho a los señores del cabildo que le diesen casa gratuita, en consideración a que su mujer era hija de un antiguo servidor de la catedral. El hedor del engrudo y de la suela húmeda infestaba su casa con el ambiente agrio de la miseria.