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Actualizado: 17 de junio de 2025


Pues bueno: si las exploraciones de don Alejandro Bermúdez Peleches en los profundos de la conciencia de su hija, tan alarmantes por lo aparatosas, las hubiera hecho, con su llaneza habitual, Virtudes, por ejemplo, la íntima de Nieves en el colegio, Nieves, por derecho y a la buena de Dios y con el laconismo que ella usaba, habría satisfecho la curiosidad de Virtudes en la siguiente forma, palabra más o menos: Desde que leer y escribir, tengo yo sospechas de que papá y mi tía Lucrecia quieren que sirvan para algo las cartas y los retratos que nos mandamos tan a menudo Nachito y yo. Chiquitín era él, y ya me requebraba. Se lo reprendí muchas veces, no precisamente porque me requebraba, sino por el modo de requebrarme. ¡Me decía unas cosas tan pegajosas! Figúrate que hasta me llamaba huerita, porque soy rubia.

Una verja rematada por jarrones del siglo XVIII se extendía ante la portada, cerrando un atrio de anchas losas, en el cual verificábanse en otros tiempos las aparatosas recepciones del cabildo y admiraba la muchedumbre los gigantones en días de gran fiesta.

Así sucede que cuando aparece una de esas obras aparatosas, enormes, enfáticas, envueltas de vaguedad y misterio, con aspiraciones simbólicas y místicas, como muchas de la escuela romántica pasada y casi todas las de los naturalistas, simbolistas y decadentistas modernos, el público se estremece, imagina que detrás de aquellas nieblas hay un inefable misterio, que se va á descubrir al fin y contemplar el eterno ideal, y corre afanoso á presenciar el milagro; pero ¡ay! no tarda en volver mustio y desengañado, porque detrás de tanto aparato no ha visto absolutamente nada.

Para otorgar su aplauso es preciso que el escritor le deslumbre o por el número de obras, o por su desmesurada magnitud, o por el relumbrón de los efectos, o con descripciones aparatosas y prolijos análisis de caracteres, tan prolijos como falsos, o con un lenguaje arcaico y pedantesco. El vulgo desprecia lo sincero, lo natural, lo armónico.

Yo no quiero que España pierda este hermoso imperio, esos ocho millones de súbditos sumisos y pacientes que viven de desengaños y esperanzas; pero tampoco quiero manchar mis manos en su esplotacion inhumana, no quiero que se diga jamás que, destruida la trata, España la ha continuado en grande cubriéndola con su pabellon y perfeccionándola bajo un lujo de aparatosas instituciones.

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