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Actualizado: 20 de junio de 2025


Calzaba pantuflas de distinto tamaño y color, una roja y otra azul, adquiridas al azar de la busca. La falda estaba matizada de grandes remiendos, pero bajo estos andrajos superpuestos aún se revelaba en varios sitios el bordado del primitivo terciopelo.

En el comedor, con dos caballeros de edad, discutía las cosas públicas el buen tío de Lucía y Ana, caballero de gorro de seda y pantuflas bordadas. La abuelita de la casa, la madre del señor tío, no salía ya de su alcoba, donde recordaba y rezaba. La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño para ser lindo.

Era un hombre simpático, no muy limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente, terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.

Y mientras se calzaba las pantuflas y se envolvía en una bata de abrigo muy bien enguatada, iba discurriendo que el modo seguro de averiguar de cierto lo que sobre el particular hubiera, era preguntar al tío Frasquito lo que había hecho de aquellos tres sellos que en el Grand Hôtel le había regalado.

Si continuaba en sus ensueños, iba a proponerle el amor en pantuflas al lado del fuego, ella mal peinada y con bata, cortando meticulosamente las tostadas, vigilando el hervor de la cafetera; él con una pipa enorme, leyendo gacetas y acariciando la cabeza estoposa de un niño que no era suyo... ¡Muchas gracias!

De pronto, a algunos pasos de distancia, vio a San Nicolás, el taumaturgo. Era un hombrecillo de pelo gris, con pantuflas tártaras muy agudas y una pequeña aureola dorada alrededor de la cabeza. Pomerantzev avanzaba cabizbajo, y el santo también, sin ruido alguno, como si anduviese sobre una espesa alfombra. Durante largo rato, uno y otro guardaron silencio.

Damas mal tapadas con un kimono, señores en pijama, se deslizaban por el pasillo discretamente sobre la suavidad silenciosa de sus pantuflas, todos en la misma dirección, lanzando una ojeada de cólera hacia la puerta luminosa que sorprendía el secreto de sus miserias corporales. Por fin tuvo que cerrar la puerta. Abrió un libro, y le fué imposible leer dos párrafos seguidos.

Había cambiado mucho, pero mucho más que podían apreciar quienes estaban cerca de ella a todas las horas del día. Un perrito épagneul dormía a sus pies con la cabeza apoyada sobre la punta de sus pantuflas. Tenía al alcance de la mano, sobre un velador adornado de flores, pájaros enjaulados, que ella cuidaba, y cantaban alegremente en medio de aquel jardín de invierno.

Ahora, Nieves la dijo éste casi imperativamente, pero traduciéndosele en la voz y en la mirada la compasión y el interés de que estaba poseído , va usted a hacer, sin un momento de tardanza, lo que debió de haberse hecho en un lugar de lo poco que yo hice... porque no me era lícito hacer más: está usted empapada en agua, está usted fría; y eso no es sano: hay que quitarse esa ropa... ¡toda la ropa! enjugarse bien, friccionarse si es preciso, y volverse a arropar: yo no tengo vestidos que ofrecerla a usted, ni en estas soledades han de hallarse a ningún precio; pero tengo algo seco, limpio y muy a propósito para que pueda usted envolverse en ello y abrigarse... Vea usted una... dos... tres grandes sábanas de felpa... dos toallas... unas pantuflas sin estrenar, algo cumplidas de tamaño; pero donde cabe lo más, cabe lo menos... Otro impermeable... ¿Se acuerda usted de la tarde en que les enseñé estas prendas visitando ustedes esta cámara? ¡Mal podía imaginarme yo entonces el destino que les estaba reservado para hoy!

Veo que no me olvidas. No tiene importancia: llevo pantuflas. Con botas es más difícil volar. ¡Llama! dijo Pomerantzev . Vámonos volando a cualquier parte, ¿te parece? Porque, ya ves, me aburro aquí. ¡Me aburro tanto! Además, me duelen las piernas. ¡Bueno, volemos! aceptó San Nicolás. Y volaron. En el corredor, mal alumbrado, reinaba un silencio inquietante.

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