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Digo que esto se le figuró a misia Casilda, a causa del estado de ánimo en que se encontraba, y comparación tan injusta como ésta no se ha hecho, pues señora más atildada y limpita que ella no podía haberla; pero lo cierto es que se paró, deseosa de volverse atrás.

Las elegancias cortesanas, los primores del estilo, la atildada compostura, que para ganar la protección de la Corte se requerían, están aquí de sobra.

Le inspiraba una franca antipatía, por el hecho de que su mujer hablaba de él con cierta admiración, lo mismo que todas sus amigas. Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear irónicamente la altura de su gloria, lo había apodado «el águila del tango». Robledo adivinó que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageración en el vestir.

Las tierras labradas encantan la vista con la corrección atildada de sus líneas. Las hortalizas bordan los surcos y dibujan el suelo, que en algunas partes semeja un cañamazo. Los variados verdes, más parece que los ha hecho el arte con una brocha, que no la Naturaleza con su labor invisible.

Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos; hizo un elogio tan brillante como acabado de sus actitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce compañera del hombre.

Estas bases no eran otras que la religión, la propiedad y la tradición. Hablaba con autoridad, en un tono sencillo y persuasivo, con palabra atildada y correcta. El auditorio le escuchaba atento, sumiso, convencido de que era el Espíritu Santo quien por boca del venerable sacerdote les ordenaba tener mucho cuidado con la tradición, con la religión, y sobre todo con la propiedad.

Lo primero que notó Arturito, con desagradable sorpresa, aunque parezca extraño y nada compasivo, fue que la Sra. de Figueredo debía de estar aquella noche muy poco atormentada por la jaqueca, porque en vez de hallarla en vaporoso deshabillé, de bata, peinada muy al descuido y recostada o casi tendida en su chaise-longue, la encontró bastante atildada y compuesta, con traje casi de ceremonia, y sentada en un sillón, como si fuese a recibir una visita de mucho cumplido.

El joven Sultán iba, como se ha dicho, al siniestro lado del riquísimo palanquín, haciendo gala y muestra de su gentil presencia, y escarceando gallardamente con aquella peregrina alfana, si llena de fiereza para combatir, no menos primorosa y atildada para los alardes de gentilezas y bizarrías.