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Es mía dijo el fondista inventor avergonzado. Como todo el mundo la trae y la lleva, no es extraño... Vaya, déjese de la guitarra y a ello manifestó Suárez. Después de rasguear otro poco, la monja gritó volviendo la cabeza hacia la pared, porque la avergonzaban, sin duda, nuestras miradas fijas. ¡Honraaa!...

Hecho otro viaje de exploración por las cercanías de la sala y cerradas herméticamente todas las puertas, Suárez comenzó a rasguear la guitarra. Hubo un momento de ansiedad. Las dos bailadoras se habían puesto una frente a otra y se miraban sonrientes; la hermana María de la Luz con la cabeza baja y ruborizada hasta las orejas; su prima con los brazos en jarras, un poco pálida, los labios secos, acentuaba el leve estrabismo de sus hermosos ojos negros aterciopelados. A me daba saltos el corazón de puro anhelo. El malagueño alzó un poco la voz cantando una seguidilla. De pronto los cuatro pares de palillos chasquearon con brío, las bailadoras abrieron los brazos y avanzaron una hacia otra y se alejaron inmediatamente, levantando primero una pierna, después otra a compás y con extremado donaire. Mis ojos de enamorado percibieron por encima de la tosca estameña el bulto adorable del muslo de la hermana San Sulpicio. Siguieron una serie de movimientos y pasos, ajustados todos al son de la guitarra y de las castañuelas, que no cesaban un instante de chasquear con redoble alegre y estrepitoso. El cuerpo de las dos primas tan pronto se erguía como se doblaba, inclinándose a un lado y a otro con movimientos contrarios de cabeza y de brazos.

Pepita, después de rasguear primorosamente la guitarra tres o cuatro veces, se la pasó a Gloria, diciendo: Hija mía, basta de pichoneo... A ver si nos cantas alguna copliya salaíta de esas que sabes. Quiso resistirse, pero todos la instaron, afirmando que estábamos lejos ya del muelle, que nadie, más que nosotros, la oiría, y se vio precisada a ceder.

Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó de la mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle. Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué de petróleo, se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.

Únicamente sonreía cuando su mirada se encontraba con la de Rafael, que la escuchaba en éxtasis, acompañando con débil palmoteo el rasguear melancólico de la guitarra del señor Fermín. ¡Oh, la voz de María de la Luz!

Mariano, arrinconado en el recibimiento, y oyendo desde allí el rasguear de las plumas que en la sala hacían tan lucrativos números, se preguntaba por qué razón tenía el señorito Melchor sombrero de copa y él no; por qué motivo el señorito Melchor vestía bien y él andaba de blusa; por qué causa el señorito Melchor comía en los cafés, galanteaba bailarinas, fumaba buenos puros y paseaba con caballeros, mientras él, el pobre Pecado, comía y fumaba casi como los mendigos, y tenía por amigos a otros tan pobres y desgraciados como él.

Comiose con muy buen apetito y con mucho placer por estas noticias su escudilla de uña y morcilla el señor Viváis-mil-años, y se restituyó a su casa, sacó la celosía y colgó las bacías a la puerta, y se puso a rasguear la guitarra, esperando al primero que tuviese necesidad de rasurarse.

Doña Sol se la ofreció, invitándole a que tocase algo. ¡Si no !... ¡Si soy lo más singrasia der mundo, fuera de matar toros!... Lamentábase de que no estuviese presente el puntillero de su cuadrilla, un muchacho que traía locas a las mujeres con sus manos de oro para rasguear la guitarra. Quedaron los dos en largo silencio.

Y después de rasguear y puntear el instrumento con no esperada habilidad, cantó con bronca voz, dirigiéndose á Pepa: Porque te quiero te digo que te registren el novio, porque no está de recibo. La chuscada causó gracia á todos menos á Frasquito, quien sacudió la cabeza malhumorado. Lo estaba también porque la conversación con su suegro tomaba un sesgo bastante desagradable.

En pie, a su izquierda, Santoyo, su ayuda de Cámara, tomaba las fojas y espolvoreaba de arenilla la reciente escritura. Felipe Segundo debía de estar harto enfermo. Su tez había cobrado opaco blancor de yeso humedecido. No se oía en la estancia otro murmullo que el rasguear incesante de las péñolas en el papel.