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Actualizado: 30 de abril de 2025
De vez en cuando avanzaba hasta los bordes de la peña, y con las mandíbulas apretadas y los ojos centelleantes, miraba a Yégof sentado delante de una gran hoguera en la meseta de «El Encinar», en medio de una pandilla de cosacos. Desde la llegada de los alemanes al valle de Charmes el loco no había abandonado aquel puesto; parecía que estaba contemplando desde allí la agonía de sus víctimas.
Un incidente nada más. Quedan los otros... ¡los otros! que avanzan por el lado oriental y van á entrar en Berlín. Las noticias del frente ruso eran las preferidas por él; pero quedaba en suspenso cada vez que buscaba en la carta los nombres enrevesados de aquellos lugares donde efectuaban sus hazañas los admirados cosacos.
El muy valiente cayó en nuestras avanzadas, después de haber atravesado un destacamento de cosacos en la meseta del Grosmann; el pobre hombre había recibido un sablazo terrible, y sus entrañas colgaban de la silla del caballo. ¿No es así, Frantz? Sí respondió el cazador con voz sorda. ¿Y qué dijo? preguntó la anciana.
En Tung-Chou quedé sorprendido al ver la escolta de cosacos que mandaba a mi encuentro el viejo general Camilloff, heróico oficial de las campañas del Asia Central, y entonces embajador de Rusia en Pekín. Me habían recomendado a él como un sér precioso y raro.
Hace veinte años que oigo hablar de los rusos, de los austriacos y de los cosacos decía sonriendo el anciano Materne , y no me disgustaría ver algunos en la punta de mi fusil; eso siempre alegra el ánimo. Sí respondió Labarbe ; vamos a ver tipos curiosos; los niños de la sierra podrán contar anécdotas de sus padres y de sus abuelos.
»Debo anunciarle que nuestro buen Sa-Tó apareció hace días de regreso de Tien-Hó, con el labio partido y leves contusiones en el hombro, habiendo salvado solamente del saqueo una litografía de Nuestra Señora de los Dolores, que por la dedicatoria manuscrita veo que perteneció a vuestra respetable mamá. »Mis valientes cosacos se quedaron allá en un pozo de sangre.
Pero Lorquin había hablado con sobrada ligereza; después de recorrer doscientos o trescientos pasos por el valle, los cosacos se apretujaron como una bandada de estorninos, describiendo un círculo, y con la lanza en ristre y la cara casi entre las orejas de sus caballos se lanzaron a todo correr contra los guerrilleros, gritando con voz ronca: «¡Hurra, hurra!» Fue un momento terrible.
Otros dos habían perecido en el encuentro, junto a seis u ocho cosacos que quedaban tendidos en la nieve, con las piernas abiertas; todo fue abandonado, y los supervivientes se dirigieron a la casa del guardabosque. Frantz se consolaba, al fin, de no encontrarse en el Donon. Había despanzurrado a dos cosacos, y la vista de la casa le puso de bastante buen humor.
Entré en la litera, y cerrando las cortinas de seda escarlata bordadas de oro, escoltado por los cosacos, penetré en la vieja Pekín, por su puerta babélica, en medio de una turba tumultuosa, entre carretas, caballeros mongólicos armados de flechas, bonzos de túnica blanca, marchando uno a uno, y largas filas de dromedarios balanceando cadenciosamente su carga. Al poco rato la litera se paró.
Sólo quedó un viejo bebedor de opio, tumbado en un rincón como un fardo. Fuera se veía la multitud que vociferaba. Interpelé entonces a Sa-Tó, que casi se desmayaba, apoyado en la pared; nosotros estábamos sin armas, los dos cosacos solos, no podían rechazar el asalto.
Palabra del Dia
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