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Juan Claudio, repuesto de la emoción, dijo con acento firme: Jerónimo, Catalina, Materne y vosotros todos, ¿estáis muertos? ¿No veis aquella hoguera, más allá del Blanru? Es Piorette, que viene a socorrernos. Y en el mismo instante una profunda detonación repercutió en los desfiladeros del Jaegerthal, como ruido de tormenta.

Si te atacan algunos merodeadores, ellos te auxiliarán; pero si es una columna o un pelotón, no harán nada y dejarán que te prendan. ¡Ellos van a dejar que me prendan! exclamó el cazador indignado ; yo quisiera ver semejante cosa. , Materne, y eso será lo más sencillo, porque a un hombre desarmado se le suelta pronto; pero a un hombre que lleva armas se le fusila.

El anciano Materne se subió en un tronco y luego descendió, diciendo gravemente: Son ellos. Se produjo una gran agitación. Los grupos lejanos se acercaron, y los demás se aproximaron también. Una especie de estremecimiento de impaciencia dominaba a la multitud.

En la prisión municipal de Abreschwiller; nosotros no podemos tenerlos aquí. ¡Bien, bien!; comprendido, Juan Claudio. Y si quieren escaparse en el camino, los atravieso con el sable por la espalda. ¡Eso, ni que decir tiene! Llegaron ambos a la puerta, y Hullin, al ver a Materne, no pudo reprimir un grito de entusiasmo. ¡Eh! ¿Eres , amigo mío?; hace una hora que te busco. ¿Dónde demonio estabas?

Algunos que descollaban por su estatura pertenecían a una raza de hombres de pelo rojo, de piel blanca, velludos hasta la punta de los dedos y tan fuertes que podrían arrancar de cuajo una encina. Entre éstos se encontraba el viejo Materne del Hengst y sus dos hijos Frantz y Kasper.

Entonces el muchacho se volvió y prorrumpió en un grito de entusiasmo: ¡Hullin! ¡El doctor Lorquin! ¡Materne! ¡Todos, todos, aquí están todos! Y comenzaron de nuevo los abrazos; pero ahora más alegres, con risotadas y apretones de manos que no acababan nunca. ¡Ah, doctor, es usted! ¡Ah, querido papá Juan Claudio!

¡Cuidado! gritó Materne. Oíanse también los relinchos de un caballo que se hallaba fuera y las recias pisadas de una muchedumbre de gentes que andaban por el pasillo, por el patio y delante de la alquería; la casa parecía conmoverse hasta sus cimientos. De repente, sonaron unos disparos en las ventanas de la sala baja. Las dos mujeres se vestían apresuradamente.

Cada cual llevaba sus presentes a los novios: Jerónimo, unos zapatitos para Luisa; Materne y sus hijos, un gallo silvestre, la más ardiente de las aves, como es sabido; Divès, varios paquetes de tabaco de contrabando para Gaspar, y el doctor Lorquin, una canastilla de fina ropa blanca. Las mesas estuvieron puestas para todo el mundo y las hubo hasta en las trojes y bajo los cobertizos.

No va a ser un encuentro de poca monta; pero si ellos son muchos, nosotros tenemos la ventaja del terreno, y además siempre es agradable tirar a las masas; así no se malgastan las balas. Hechas aquellas razonables reflexiones, Materne calculó la altura del sol y dijo: Ahora son las dos; ya sabemos cuanto queríamos saber. Volvamos al vivaque.

Al resplandor intermitente de los fogonazos, Catalina vio a Materne, con el pecho al aire, y a su hijo Kasper disparando desde el umbral del pasillo hacia las barricadas; diez hombres, situados detrás de ellos, les pasaban los fusiles cargados, de suerte que no tenían mas que encañonar y hacer fuego.