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En dos siglos de historia prusiana, una sola revolución: las barricadas de 1848, mala copia berlinesa de la revolución de París, y sin resultado alguno. Bismarck apretó la mano para aplastar los últimos intentos de protesta, si es que realmente existían.

Jacinta trincó a su marido por el brazo y le llevó un poquito aparte: «Y qué, nene, ¿hay barricadas?». No, hija, no hay nada. Tranquilízate. ¿No volverás a salir esta noche?... Mira que me asustaré mucho si sales. Pues no saldré... ¿Qué... qué buscas? Jacinta, riendo, deslizaba su mano por el forro de la levita, buscando el bolsillo del pecho.

Al resplandor intermitente de los fogonazos, Catalina vio a Materne, con el pecho al aire, y a su hijo Kasper disparando desde el umbral del pasillo hacia las barricadas; diez hombres, situados detrás de ellos, les pasaban los fusiles cargados, de suerte que no tenían mas que encañonar y hacer fuego.

El mismo tiempo hace que le dijeron al hombre desheredado de la fortuna: «no tienes oro, pero tienes derechos que conquistar, que al fin te valdrán oro»; y desde entonces se está rompiendo el bautismo en las calles, detrás de las barricadas, para que se los arrebate el mismo que le provoca á la lucha; para no dejar de ver, ni por un solo instante en la sociedad, junto á uno que se muere de hambre, otro que revienta de harto. ¿Qué es esto, amigo mío?

Cierto que tenemos enemigos, que habrá lucha, pero venceremos. El viejo sistema podrá convertir las ruinas de su castillo en informes barricadas, nosotros se las tomaremos al canto de libertad, á la luz de vuestros ojos, ¡al aplauso de vuestras adoradas manos!

El doctor se volvió, lanzando hacia su mujer y su hijo una larga y profunda mirada... ¡La última! Ya no debía volver a verlos. El 8 de enero de 1871, los movilizados de Souvigny atacaban la aldea de Villersexel, ocupada por los prusianos, que habían almenado las paredes y habían formado barricadas en las casas. La fusilería estalló.

Brotó de entre los espectadores un clamoreo al ver ejecutar esta operación con tino y rapidez y oír retemblar las hojas de la puerta cuando la lápida cayó contra el quicio. Hacen barricadas exclamó una cigarrera que recordaba los tiempos de la Milicia Nacional. Borricadas, borricadas exclamaba una maestra , nos van a dar por cara todo este barullo.

Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba. «Y lo sostengo, este hijo de Dios no es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda mujer... ¡Patraña! Dicen que usted ha robado en los caminos... ¡Mentira! Dicen por ahí que usted ha dado muchos trabucazos en las barricadas... ¡Paparrucha!». Parola, parola, parola murmuró Izquierdo con amargura.

Porque una revolución no es otra cosa que una poesía diabólica, para producir, la cual es necesario que a todo un pueblo se le calienten los cascos. ¿Quién fue, pues, la musa que inspiró al pueblo de Madrid aquella sinfonía infernal de los tres días y aquel poema berroqueño en quince cantos de las barricadas? Fue la libertad.

Frente a la peña, Piorette, dueño de «El Encinar», levantaba barricadas con troncos de árboles en la pendiente de Charmes. Con la pipa en la boca, con el sombrero metido hasta las orejas y la carabina en bandolera, iba y venía de uno a otro lado. Brillaban a la luz del Sol naciente las hachas azuladas de los leñadores.