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Actualizado: 4 de junio de 2025


Materne tuvo la idea de disparar contra el caballo, pero no se atrevió a hacerlo porque iba demasiado de prisa. Apenas hubo llegado al bosque de bayonetas enemigas, Riffi desapareció. Todo el mundo creyó que había muerto asesinado; pero una hora después se le vio pasar por la calle Mayor de Grand-Fontaine, con las manos atadas a la espalda, seguido del caporal schlague, que empuñaba una baqueta.

A excepción del posadero Dubreuil, el más gordo y apoplético de los taberneros de los Vosgos, un hombre de vientre hinchado en forma de odre, que se sustentaba en los enormes muslos, de ojos redondos, de nariz chata, con una verruga en la mejilla derecha y una triple papada que le caía a la manera de cascada sobre el doblado cuello de la camisa, a excepción de este curioso personaje, sentado en un ancho sillón de cuero cerca de la estufa, Materne se encontraba solo.

Unicamente Materne permanecía de pie, según su costumbre, apoyado en la pared, detrás de la silla de Lorquin, con el cañón de la carabina en las manos y descansando la culata en el suelo. De la cocina llegaba el ruido de las conversaciones. Cuando Catalina, llamada por Juan Claudio, entró en la sala oyó una especie de lamento que la estremeció; era Hullin que hablaba.

El perro Plutón, situado detrás del doctor, miraba aquello con aire atento, como si comprendiera de lo que se trataba, y de vez en cuando estiraba las patas y arqueaba el lomo, abriendo la boca hasta las orejas. Materne no pudo ver más. ¡Vámonos! dijo. Apenas hubieron entrado en el obscuro pasillo, oyeron exclamar al doctor: «¡Aquí está la bala

Los oficiales, detrás de los fugitivos, les golpeaban con los sables de plano, y como los tiros les iban a los alcances, acabaron huyendo con tanta precipitación como orden habían empleado a su llegada. Materne, de pie en lo alto del talud y acompañado de cincuenta hombres, blandía la carabina y reía con la mayor satisfacción. En la parte inferior de la rampa se arrastraban masas de heridos.

Por último, el anciano Colon colocó una cesta de víveres en una piedra y, en tal momento, Kasper Materne suspiró, abrió los ojos, y al ver las provisiones comenzó a castañetear los dientes, como una zorra cuando va de caza. Comprendieron en seguida lo que aquello quería decir, y Marcos Divès fue colocando a cada uno su calabaza de aguardiente bajo la nariz, lo que bastó para resucitarlos.

Materne enrojeció, y dirigiendo al contrabandista una mirada torva, dijo ásperamente: Puede ser; pero sin los cañonazos del comienzo no hubiéramos tenido necesidad de los del fin; el pobre Rochart y otros cincuenta hombres tendrían sus brazos y piernas, lo cual nada dañaría nuestra victoria.

A mediodía, cuando Materne y sus hijos se disponían a partir, oyose un grito más fuerte, más prolongado que los demás: «¡Los cosacos!, ¡los cosacosTodo el mundo salió fuera, a excepción de los cazadores, que se limitaron a abrir una ventana para ver lo que pasaba; la gente huía a campo traviesa; hombres, rebaños, carros, todo se dispersaba como las hojas ante el viento del otoño.

Materne se levantó y dijo secamente: Es hora de ponerse en camino; hay que estar en el bosque a las dos, y estamos aquí hablando tranquilamente como cotorras. ¡Hasta la vista, señor Dubreuil! Salieron los tres rápidamente, no pudiendo reprimir la cólera. ¡No olviden lo que les he dicho! gritó el posadero desde su asiento.

Cuantos se hallaban presentes, incluso Materne, que había acudido a toda prisa, se estremecieron de pies a cabeza al ver la mirada que Juan Claudio dirigió al contrabandista. Este, a pesar de su audacia habitual, quedose sobrecogido y no sabía qué responder. Vamos, vamos, Juan Claudio dijo por último ; la cosa no es tan grave como dices. Todavía no hemos pegado nosotros.

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