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Respecto de los trabajos, de la prudencia, de la bondad de corazón, de todas las virtudes de la anciana labradora, del patriotismo de Juan Claudio, del valor de Jerónimo y de los tres Materne, del desinterés del doctor Lorquin y de la abnegación de Marcos Divès, nadie decía nada: ¡estaban vencidos!

Vais ahora mismo a llevar la gran noticia a los compañeros. ¡Materne, mucho cuidado! Al menor movimiento no dejes de avisarme. Se acercaron todos a la casa, y Juan Claudio, al pasar, vio la tropa de reserva, y a Marcos Divès montado a caballo en medio de sus hombres. El contrabandista se quejaba amargamente de permanecer con los brazos cruzados.

Aquel mismo día, hacia las cinco de la tarde, Hullin llegaba a la cima del Hengst y se detuvo en casa del patriarca de los cazadores de monte, el anciano Materne. Allí pernoctó, porque en invierno las jornadas son cortas y los caminos difíciles.

Bebieron los tres, después de decir: «¡A vuestra salud!», como tenían siempre costumbre de hacer. ¿De modo dijo Materne volviéndose hacia el enorme posadero, como si prosiguiera una conversación interrumpida que usted cree, señor Dubreuil, que no tenemos nada que temer en el bosque de las Baronías y que podremos tranquilamente entregarnos a cazar jabalíes?

El doctor Lorquin, Despois, Marcos Divès, Materne y sus dos hijos, gente toda de buen diente y de apetito magnífico, esperaban la cena con impaciencia. ¿Y nuestros heridos, doctor? preguntó Hullin al entrar. Todo está terminado, señor Juan Claudio. El trabajo que usted nos ha dado ha sido rudo, pero el tiempo es favorable y no son de temer las fiebres pútridas; todo se presenta bien.

Viene con nosotros, Frantz. ¿Y Kasper? Ha recibido una pequeña herida, pero no es nada; ahora verás a los dos. En el mismo instante, Catalina se arrojó en brazos de Hullin. ¡Oh, Juan Claudio! ¡Qué alegría tan grande al volver a verle! murmuró el anciano lúgubremente ; hay muchos que no volverán a ver a los suyos. ¡Frantz! se oyó gritar al viejo Materne . ¡Eh, por aquí!

Hullin, Jerónimo, el anciano Materne y el doctor Lorquin se habían sentado alrededor de la labradora para morir juntos. Todos permanecían silenciosos, y los últimos rayos del crepúsculo iluminaban el grupo sombrío. A la derecha, detrás de una prominencia de la peña, se veían brillar, en el fondo del abismo, algunas hogueras de los alemanes.

Cuando el cuervo de Yégof, volando de cima en cima, se acercaba a aquel lugar de infortunio, el anciano Materne se disponía a disparar su carabina; pero en seguida el pájaro de mal agüero se alejaba velozmente, lanzando graznidos lúgubres, y el brazo del anciano cazador volvía a caer inerte.

Los Materne se habían detenido al borde de la peña; aquellos tres fuertes hombres rojos, con el sombrero levantado, el cuerno de pólvora al costado, la carabina al hombro, las piernas enjutas y musculosas, firmemente erguidos al extremo de la peña, ofrecían un extraño aspecto sobre el fondo azulado del abismo.

Los hombres de la partida rodeaban ya al caballo, y alargaban el cuello y se quedaban pasmados, junto a la gran hoguera en la que la comida se sazonaba. Es un cosaco dijo Hullin, estrechando la mano de Materne. , Juan Claudio; le vimos en la laguna de Riel, y Kasper le tiró. Varios hombres bajaron el cadáver de la cabalgadura y le tendieron en el suelo.