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No la vi salir, pero me han contado que parecía una muerta, apoyada en el brazo de Valeria... Aseguran que sufre del corazón... Lo que yo digo: no es jugador todo el que pretende serlo; se necesita un organismo fuerte. «La Generala» juega menos, pero tiene más serenidad, unas entrañas sólidas. Miguel durmió mal. Estaba indignado contra Alicia.

Estaba indignado, al parecer, y su indignación la comunicaba de grado o por fuerza a los Infanzones. Señores exclamaba ya lo ven ustedes: esta capilla es el lunar, el feo lunar, el borrón diré mejor, de esta joya gótica.

Pero Enrique, levantándose furioso contra él, e indignado contra mismo por aquella vergonzosa huida, comenzó a gritar como un energúmeno: ¡Dejádmelo, dejádmelo! Y arrancando unas banderillas al primero que encontró, se fue ciego, frenético hacia el toro, y se las clavó en el pescuezo, sufriendo por ello una nueva cogida.

Había que ver el gesto indignado con que hablaba de los borrachos de alcohol, alabando de paso las virtudes del líquido rojo. Allí le tenían a él con sus sesenta y ocho bien cumplidos.

Juan Claudio se levantó como indignado, desatose el mandil, alzó los hombros y volvió luego a sentarse exclamando: ¿Sabe usted quién es ese loco? Pues se lo voy a decir. Es seguramente uno de esos maestros de escuela alemanes que se atiborran la cabeza de rancias historias del tiempo de Maricastaña y que las refieren con la mayor gravedad.

El padre indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír su nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás chicos, y que siempre le hablaba con dulzura.

Como tropezase con un paquete de cuadernos de sus discípulos, lo rechazó indignado. Sentado en el suelo, buscaba nerviosamente en el cajón inferior del armario, lanzando suspiros de desesperación. ¡Por fin! ¡Allí estaba su diario! Un cuaderno azul, de escritura vacilante, ingenua... Algunas flores secas dentro, un ligero perfume... ¡Dios mío, qué joven era entonces!

¿Para quién? Para Ruritania. ¿Hacía yo bien o mal en representar aquel papel? No lo ; ambos caminos eran peligrosos y no me atreví a decirle la verdad. ¿Sólo para Ruritania? le pregunté dulcemente. Súbito rubor coloreó sus primorosas facciones. Y también para tus amigos dijo. ¿Amigos? Y para tu prima murmuró por fin; tu amante prima. No pude hablar. Besé su mano y salí indignado contra mismo.

¡Pero Gabriel de los demonios! dijo, indignado, el Vara de plata , ¿negarás que don Carlos, que edificó el Alcázar de Toledo, y don Felipe II, que vivió en este mismo claustro, fueron dos grandes reyes...? No lo niego: fueron dos hombres extraordinarios, dos grandes monarcas; pero mataron a España para siempre. Fueron dos extranjeros, dos alemanes.

De vivir hoy, ¡cómo se hubiera indignado la buena señora con las ideas del médico joven que tenemos en Lúzaro! Este médico es hijo de un camarada de mi infancia, del piloto José Mari Recalde.