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Quiero decir que hasta la vuelta de París de toda la familia, no se estableció ésta a la altura de sus recursos, ni don Simón consintió a su mujer que abriese sus salones ni adquiriese otras visitas que las más indispensables. Por supuesto que, así y todo, por debajo de los damascos de la gran dama asomó más de una vez el mandil de la taberna. Pero ¿qué se le había de hacer?

Desnudos, sin otra concesión a la decencia que un blanco mandil, trabajaban cerca de las abiertas rejas, y aun así, su piel inflamada parecía liquidarse con la transpiración, y el sudor caía a gotas sobre la pasta, sin duda para que, cumpliéndose a medias la maldición bíblica, los parroquianos, ya que no con el sudor propio, se comieran el pan empapado en el ajeno.

Asustado Baltasar, cerró de golpe la gran mampara de cristales; pero, a los repetidos porrazos que en ella dieron los que de fuera entraban, cayeron rotos dos de los magníficos vidrios esmerilados que ostentaban en medio la cifra y corona de Villamelón, y aterrado entonces Baltasar, huyó escaleras arriba con el mandil remangado, atropellando a su paso al diminuto don Joselito, que pacíficamente frotaba con cáscara de limón las varillas metálicas que sujetaban la mullida alfombra en cada peldaño de la escalera.

De cuando en cuando cruza la plaza una mujer con un tablero en la cabeza, cubierto con un mandil a rayas rojas y azules; otras veces se llega a la fuente una moza, una de estas mozas blancas, con grandes ojeras, y llena un cántaro de agua. Y el viejo reloj da sus lentas campanadas. Y un vendedor lanza a intervalos un grito agudo. Este es un vendedor de almanaques.

El ofendido tan asombrado como furioso, y sus compañeros en cuyos rostros se pinta la estupefacción, suspenden el trabajo: aquel desnudo de medio cuerpo arriba, sin más vestimenta que un mandil de cuero, se queda parado con el martillo en la diestra y en la izquierda la tenaza que oprime la roja lamina de hierro que estaba golpeando: los cuatro mozos cuya desnudez sólo encubre un paño gris liado a la cintura, miran y escuchan al rubicundo Apolo con menos curiosidad que sorpresa.

Vete al momento á casa del señor Justo le dijo Longinos , y que envíe ropas de Cambray para un hidalgo y una gola rica rizada, que no haya más que ponérsela; luego pásate por casa del señor Diego Soto, y que envíe unas calzas de grana de lo más rico, pero al punto, al punto. El mancebo, con mandil y todo, se lanzó en la calle.

Los ojos de la muchacha se enrojecieron, su mano estrujaba el rojo mandil. Ramiro, en vez de ablandarse ante aquella humildad, enfureciose mayormente. Tomó de un hombro a Casilda e hízola girar con violencia, gritando: ¡Fuera de aquí la bellaca! Ella corrió hacia la puerta, y oyose al pronto sofocado gimoteo que se alejaba por la galería.

Oíase el jadear de los fuelles y el repique de las bigornias. Por momentos un hombre casi desnudo bajo el chamuscado mandil, abriendo el portillo de un horno, que reflejaba en sus carnes sudorosas resplandores de infierno, arrojaba el puñado de arena o asía con las tenazas algún trozo de armadura, que semejaba la corteza de algún fruto rojo y fantástico.

Detrás del mostrador ponía su mesa Nazaria; se lavaba manos y brazos hasta el codo; quitábase aquel horrible mandil que le sirviera poco antes, y acompañada de alguna discreta amiga que de la próxima tienda de lienzos venía o de la mujer del vinatero, restauraban sus fuerzas.

Se vió de pronto sentado como un extraño ante su propia mesa, comiendo en los mismos platos que empleaba su familia, servido por unos hombres de cabeza esquilada al rape que llevaban sobre el uniforme un mandil á rayas.