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Actualizado: 30 de abril de 2025
Acabo de llegar del otro lado del Rin. ¡Cuántos rusos, austriacos, bávaros, prusianos, cosacos y húngaros..., cuántos he visto! ¡Cubren la tierra; los pueblos no pueden albergarlos y acampan en las llanuras, en las cañadas, en las alturas, en las ciudades, a campo raso; por todas partes, por todas partes hay enemigos! En aquel momento un grito agudo hendió los aires.
¡Pobre Margredel! continuó el anciano cazador, tras una pausa ; debe estar inquieta desde hace ocho días; seguramente rogará por nosotros a Santa Odilia. En aquel momento, Marcos Divès, que marchaba delante, lanzó un grito de sorpresa. ¡Señora Lefèvre! dijo deteniéndose , los cosacos han incendiado su casa.
Monté el «poney»; y a un «¡hurra!» de los cosacos, entre la heróica agitación de las lanzas, partimos a galope por la polvorienta planicie, porque ya la tarde declinaba, y las puertas de Pekín se cierran apenas el último rayo de sol huye de las torres del Templo del Cielo.
El enemigo se había desplegado en guerrilla y parecía temer una sorpresa. Pocos momentos después se vio surgir a otros cosacos que subían por el valle de Houx, y más tarde, a muchos otros; todos marchaban en la misma actitud, de pie sobre los estribos para ver de lejos y como si fuesen de descubierta.
Luisa se hallaba en brazos de Hullin y lloraba amargamente. ¡Ah, Juan Claudio! decía la señora Lefèvre ; ya sabrá usted lo que ha hecho esta niña. Por ahora, no le digo nada; pero hemos sido atacados. Sí, ya hablaremos de eso después... El tiempo vuela dijo Hullin ; el camino del Donon se ha perdido, y los cosacos pueden estar aquí al amanecer; tenemos muchas cosas que hacer.
Mascaba y tragaba con avidez; alimentos y líquidos, al pasar por su boca, adquirían un nuevo sabor raro y divino. El hambre ajena era para él un excitante, una salsa de interminable deleite. Francia le inspiraba entusiasmo, pero á Rusia le concedía mayor crédito. ¡Ah, los cosacos!... Hablaba de ellos como de íntimos amigos.
Dos segundos después, la confusión era indescriptible: chocaban las lanzas contra las bayonetas, y gritos de rabia respondían a las imprecaciones; a la sombra de la gran encina, por la que se filtraban algunos rayos de luz débil, no se veía mas que caballos encabritados, con las crines erizadas, tratando de saltar el muro del prado, y, por debajo, las figuras bárbaras de los cosacos, con los ojos relucientes, el brazo en alto, descargando tajos con furor, avanzando, retrocediendo y lanzando gritos tan espantosos que ponían los cabellos de punta.
¡Oh, miserables! gritó al caer, mientras que, con ambas manos, se sostenía de las riendas. También el doctor Lorquin acababa de ser derribado contra el trineo. Frantz y sus compañeros, acosados por veinte cosacos, no podían acudir a su socorro. Luisa sintió una mano posarse sobre su hombro; era la mano del loco, que trataba de asir a la joven desde lo alto de su gigantesco caballo.
Aquel grito «¡los cosacos!, ¡los cosacos!» corría de un extremo a otro del camino como una ráfaga de viento; las mujeres se volvían estupefactas, y los niños se ponían de pie en los carruajes para ver más lejos.
El país se verá cubierto de cosacos y bandidos de todas clases. Cuando el ejército enemigo entre en Lorena, haré una señal a Piorette; éste se interpondrá desde el Donon al camino, y cuantos rezagados se hallen esparcidos por la montaña quedarán como cogidos en una red.
Palabra del Dia
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