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Actualizado: 4 de septiembre de 2024
A Juan le pareció que María Teresa permanecía una eternidad en la soledad del vestíbulo. ¿Qué hacían allí? ¿qué le diría aquel hombre que ahora tenía casi derechos sobre ella? No, no, lo presentía, no se curaría nunca de aquellos espantosos celos. Cuando la joven volvió, quedó asustada del aire desesperado de Juan. Entonces, en su turbación, todos sus proyectos de calma y de frialdad volaron.
Si quiero sujetarlos, palos, rasguños, arañazos, tijeretazos y otros mil martirios espantosos... Pues sí, señor D. Dieguito: se lo diré a la señora, yo no puedo aguantar más... ¡Pues no digo nada de lo de las saliditas por las noches!
Cada uno para sí, el azote del verdugo para todos: he ahí el resumen de la vida y gobierno de los pueblos esclavizados. Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes espantosos. Facundo, dueño de Mendoza, tocaba, para proveerse de dinero y soldados, los recursos que ya nos son bien conocidos.
En prueba de que no exagero y de que no pueden ser más atroces las injurias que nos dirigen algunos escritores, cuyas obras se traducen al castellano, teniendo acaso nuestro público el mal gusto de estimarlas y la candidez de creer lo que dicen, citaré al célebre catedrático de la Universidad de Nueva York, Juan Guillermo Draper, el cual, en su Historia del desenvolvimiento intelectual de Europa, asegura que España, en justo castigo de sus espantosos crímenes, está hoy convertida en un horrible esqueleto entre las naciones vivas, y añade Draper: «si este justo castigo no hubiera caído sobre España, los hombres hubieran ciertamente dicho: «no hay retribución: no hay Dios.» Por donde se ve que es un bien y no un mal el que este pobre país esté muy perdido, porque mientras peor estemos, mayores y más luminosas serán las pruebas de la existencia de Dios y de su justicia.
Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del aldeano.
Con la superstición común á su clase, se imaginaba entregado á un demonio para que le atormentara con sueños espantosos, con pensamientos terribles, con el aguijón del remordimiento, y con la creencia de que no será perdonado, todo como anticipación de lo que le espera más allá de la tumba.
El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.
El lado sublime en esos héroes de otros tiempos, es su misma ignorancia, su ciega intrepidez, su resolución desesperada. No conocían el mar, teniendo que desafiar espantosos fenómenos cuya causa ni siquiera sospechaban: la misma ignorancia respecto á las cosas del cielo. Su único norte era la brújula.
Martin y Candido distinguiéron con mucha claridad en el combes de la nave que zozobraba unos cien hombres que todos alzaban las manos al cielo dando espantosos gritos; en un punto se los tragó á todos la mar. Vea vm., dixo Martin, pues así se tratan los hombres unos á otros. Verdad es, dixo Candido, que anda aquí la mano del diablo.
¡Las medialunas!, ¡las medialunas! gritó la concurrencia entera. El alcalde repitió el grito. Salieron aquellas armas terribles y el toro quedó en breve desajarretado; el dolor y la rabia le arrancaban espantosos bramidos. Cayó por fin muerto, al golpe del puñal que le clavó en la nuca el innoble cachetero. Los chulos levantaron a Pepe Vera.
Palabra del Dia
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