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Actualizado: 3 de mayo de 2025


Así era el turno pacífico en Vetusta, a pesar de las apariencias de encarnizada discordia. Los soldados de fila, como se llamaban ellos, se apaleaban allá en las aldeas, y los jefes se entendían, eran uña y carne. Los más listos algo sospechaban, pero no se protestaba, se procuraba sacar tajada doble, aprovechando el secreto.

El resto de la tarde lo emplearon en examinar las casas donde presumian habia algun caudal para saquearlas, y en reconocer los lugares mas ocultos, donde sospechaban se hubiese escondido algun europeo, de los que se habian libertado la noche antecedente. Continuaban entrando en tropas los indios, que estaban convocados en las inmediaciones.

Luego descendía al magnífico hall, lleno de perfumes, de susurros de conversaciones y gemidos discretos de violines, para tomar el con sus amistades del hotel, formidables millonarias de los dos hemisferios, que sospechaban vagamente la existencia de una enfermedad llamada pobreza, pero eran incapaces de concebir que pudiese atacar á las personas de su mundo.

Los trabajadores carlistas dudaban; tenía entre ellos amigos el Magistral, pero si le respetaban por sacerdote, le temían por rico... y sospechaban algo. De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas. Allá cuando la Revolución, se había dicho si tenía o no tenía don Fermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se acordaba por allí de tales cuentos.

Durante el viaje los guardias tratáronle muy cortésmente, dejando traslucir que no concedían importancia alguna a su delito, y que sospechaban que todo se quedaría en agua de cerrajas; pero no consiguió hacerles decir si Tomás había estado en Lada a denunciarlo. Dejáronlo en la cárcel, alojado en el mejor cuarto, que era todavía muy sucio y destartalado.

De sobra conocían estos respetables agentes del poder gubernativo las tendencias anárquicas que algunas veces manifestaba el vecindario de Lancia. Pero lo que no sospechaban siquiera al introducirse incautamente entre la muchedumbre, de Altavilla fue que habían de salir de allí sin bastón, sin sable, sin kepis y con las mejillas abofeteadas. Así estaba escrito, sin embargo.

A pesar de su aparente indiferencia, lo mismo el hostelero que su mujer sentíanse vivamente intrigados por ese telegrama encerrado en el sobre amarillo en que se ponen los despachos oficiales. Sospechaban que ese pliego contenía la respuesta ministerial y hacía ya más de una hora que aguardaban impacientes el regreso de Delaberge.

Sólo se sabía que Antoñuelo había vuelto apaleado; pero, a pesar de los comentarios que se hacían, nadie atinaba con el motivo y pocos sospechaban quién había sido el autor del apaleo. El tiempo aquel era el menos a propósito para que en Villalegre fijase el vulgo su atención en lance alguno, por extraordinario que fuese, de la vida real contemporánea.

Sospechaban los criados antiguos de la casa, que era hijo de la hermana del señor baron, y de un honrado hidalgo, vecino suyo, con quien jamas consintió en casarse la doncella, visto que no podia probar arriba de setenta y un quarteles, porque la injuria de los tiempos habia acabado con el resto de su árbol genealógico.

¡Mire que es de judíos lo que hicieron con Doña Sabelita! ¡De la misma cabecera de la difunta la echaron a la calle arrastrándola por los cabellos! ¡Y con qué palabras, Madre de Dios! ¡Ni siquiera la dejaron abrir el arca de su ropa para ponerse una pañoleta de luto! ¡Como no se halló nada en la casona, sospechaban que la ahijada tuviese escondido dinero y alhajas!.... DO

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