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Sabelita se santigua, y la rosa marchita de su boca se estremece con el murmullo de mi rezo. Sus ojos se clavan en el altar, y las dos velas que lloran sin consuelo sobre las arandelas de cristal, al alma llena de supersticiones milenarias le fingen dos mujeres desmidas que se consumen en llamas, no sabe si las del pecado, si las del infierno.

Las dos inclinan las cabezas y ponen en blanco los ojos para poder alzarlos al altar, desde donde responde a su mirada, la mirada extática de una Dolorosa. El parpadeo de las luces da una apariencia de vida al cerco amoratado de aquellos ojos, a la boca dolorida, a las mejillas con dos lágrimas de cristal. Sabelita y la vieja se santiguan al terminar su rezo. Pronto cerrarán la iglesia. ¡Vámonos!

¡Mire que es de judíos lo que hicieron con Doña Sabelita! ¡De la misma cabecera de la difunta la echaron a la calle arrastrándola por los cabellos! ¡Y con qué palabras, Madre de Dios! ¡Ni siquiera la dejaron abrir el arca de su ropa para ponerse una pañoleta de luto! ¡Como no se halló nada en la casona, sospechaban que la ahijada tuviese escondido dinero y alhajas!.... DO

El Caballero cruza ante dos mujeres que se asustan del encuentro. Pasa sin verlas y solamente se detiene cuando le llaman con plañideros gritos. Entonces reconoce a la vieja criada y a Sabelita. ¡Señor mi amo, adónde camina en esta hora? ¡Don Juan Manuel! ¡Madre de Dios! ¡Señor, adónde camina con la blanca cabeza descubierta a la lluvia?

Ahora camina apoyada en un palo. Renqueando entra en una capilla con puerta de hierro, toda tristeza y herrumbre, y se acerca a una mujer que reza. Es Sabelita, que fué otro tiempo barragana del Caballero. Con las cabezas juntas hablan quedo en aquella sombra húmeda que parece destilar oraciones, y dos velas se consumen en el altar, dos velas rizadas y pintadas como dos madamas.