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Elena entró, libre ya de su horrible casco y muy linda, a pesar de su timidez, con aquel puro perfil virginal entre los pesados rizos de cabello castaño obscuro. Su padre se puso contento al verla así, y varias veces me hizo guiños de satisfacción. Pero hete aquí que, al sentarse a la mesa, la muchacha se santigua con gravedad y recogimiento.

Se santigua la vieja encubridora, y el tonsurado segundón se pone en pie, y avizora hacia la puerta que comunica con la casona, una puerta pequeña en la sombra húmeda del muro de piedra, que rezuma. Se oye el rechinar de la llave. Don Farruquiño se esconde en el rincón más oscuro, y espera. La puerta se abre, y una sombra se aparta para dejar paso al Caballero.

Meter a bordo el rizón. A la voz del patrón los cuatro hombres que tripulan la barca, uno tras otro, van saltando a bordo con un rosmar de protesta. El patrón manda aparejar la vela y se inclina sobre la borda de popa para armar la caña del timón. Después se santigua. La barca se columpia en la cresta espumosa de una ola. Comienza la travesía.

La Granadina ve á Lucifer tantas veces al día como lo vieron San Antonio Abad y Santa Teresa de Jesús, y lo acusa á cada momento de cuantas desgracias le ocurren ó presencia. «El Demonio ha hecho que pase esto.» «Quiso el Diablo que sucediera lo otro.» «Satanás me ha escondido el ovillo, las tijeras ó la aguja.» «Me tentó el Demonio, y dije aquello ó hice lo de más allá.» «Hoy tengo los Malos en el cuerpo.» «Fulano es el enemigo.....» Estas y otras parecidas frases no se caen nunca de sus labios, y, al propio tiempo, pónele la cruz á Luzbel, ó se santigua estremeciéndose, ó dice «¡Ave María Purísimapor vía de exorcismo y desinfectante.

Sabelita se santigua, y la rosa marchita de su boca se estremece con el murmullo de mi rezo. Sus ojos se clavan en el altar, y las dos velas que lloran sin consuelo sobre las arandelas de cristal, al alma llena de supersticiones milenarias le fingen dos mujeres desmidas que se consumen en llamas, no sabe si las del pecado, si las del infierno.

Al verlos venir del bracero, a lo largo de una vereda, la monja se santigua: ¡Jesús, María y José! ¿Estoy soñando? ¿Qué milagro es éste? No es sueño, no. Es realidad. Y añade, ya al par de ellos: Gracias a Dios que se han reconciliado ustedes. El Señor les ha tocado en el corazón. Nada hay más sabroso que el perdón, sobre el resentimiento.

La vieja criada aparece con el candil. ¡Sopla esa luz, grandísima bruja! ¡Ave María! ¡Qué fieros! ¡Ni que le hubiera salido un lobo al camino! ¡He visto La Hueste! ¡Brujas fuera! ¡Arreniégote, Demonio! Sopla la vieja el candil y se santigua medrosa. Cierra el portón y corre a tientas por juntarse con su amo, que ya comienza a subir la escalera.