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Y porque la barba te estorbase, ¿había razón para poner la cara como la de un chulo o un chispero?... ¿No sabes que eres hijo de una familia respetable, y que debes imitar a las personas decentes, lo mismo interior que exteriormente?... A ver si te quitas inmediatamente esos adornos... ¡No quiero chulos o picadores en mi casa!... Tiempo hace que me estás disgustando con tus groseras inclinaciones... Ya que tienes por amigos a unos cuantos toreros o granujas de la calle, olvidando lo que debes a tu familia y lo que debes a ti mismo... que no tienes otros placeres, que ver encerrar y apartar los toros... Me hiere profundamente tener un hijo tan insensato... ¿De dónde has sacado esas aficiones?... ¿No ves a tus hermanos, de quien nadie tuvo que decir jamás una palabra?...

Los tres picadores saludaron al presidente de la plaza, precedidos de los banderilleros y chulos espléndidamente vestidos y con capas de vivos y brillantes colores. Capitaneaban a todos los primeros espadas y sus sobresalientes, cuyos trajes eran todavía más lujosos que los de aquellos.

El general reunió en la taberna hasta treinta hombres mejor o peor armados, y echándoles una arenga, donde puso a los «césares y dictadores» por los pies de los caballos, se dispuso a salir con su «valerosa legión» a clavar «el puñal de Bruto en el corazón del tirano». Los chulos no entendieron bien, pero bebieron una copa y se echaron de nuevo a la calle.

Después, ensangrentadas la frente y las astas, se paseaba alrededor del circo en actitud de provocación y desafío, unas veces alzando soberbio la cabeza a las gradas, donde la gritería no cesaba un momento; otras, hacia los brillantes chulos, que pasaban delante de él, a manera de meteoros, clavándole las banderillas.

La arena estaba llena de aficionados; una muchedumbre abigarrada, compuesta de estudiantes, paletos, chulos, señoritos y soldados, elegantes unos, otros desarrapados, fraternizando todos y creyendo que por el mero hecho de hallarse allí, en el terreno del toro, como si dijéramos, participaban del arrojo y gallardía de los lidiadores.

¡Las medialunas!, ¡las medialunas! gritó la concurrencia entera. El alcalde repitió el grito. Salieron aquellas armas terribles y el toro quedó en breve desajarretado; el dolor y la rabia le arrancaban espantosos bramidos. Cayó por fin muerto, al golpe del puñal que le clavó en la nuca el innoble cachetero. Los chulos levantaron a Pepe Vera.

Si no lleva usted panderetas con figuras de toros, chulos u otras porquerías así, se lo comen vivo. Veremos si encuentro algunas acuarelas. También necesito mantas, moñas de toros, y trataré de encontrar algún cacharro de carácter.

Apunto este pormenor para dar a entender que quienes se alojaban en las colonias gozaban consiguientemente de mayor libertad, especialmente de noche, que los de la metrópoli. En las horas nocturnas, tales calles y callejuelas eran por aquellos tiempos lonja de contratación pública de mercenarios deleites y lugar asiduo de feas prostitutas y chulos marchosos.

También estaba en pie el picador, agitándose entre los brazos de los chulos, furioso contra el toro y queriendo evitar a viva fuerza, con ciega temeridad, y a pesar del aturdimiento de la caída, volver a montar y continuar el ataque. Fue imposible disuadirle; y volvió, en efecto, a montar sobre la pobre víctima, hundiéndole las espuelas en sus destrozados ijares.

Los chulos partieron volando, como los cohetes de un castillo de pólvora. El animal no vaciló un instante en perseguirlos. Los chulos desaparecieron. El toro se encontró frente a frente con el matador. Esta formidable situación no duró mucho. El toro partió instantáneamente y con tal rapidez, que Pepe Verano pudo prepararse.