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En otra mirada rápida en derredor del saloncillo aquel, se le antojó haber visto la blanda, inteligente mano de un artista, colocando cada mueble, cada libro y cada cachivache en el único sitio que le correspondía; y ¡otra bobada mayor! aun marcó con la vista en las paredes y sobre muebles determinados, los lugares y los aparatos en que sus acuarelas, a no ser tan malas como eran, hubieran hecho un lucidísimo papel.

La señora de Aymaret, que era grande entusiasta por las artes, sentía viva admiración por los talentos de Jacques Fabrice. Poseía la vizcondesa algunas acuarelas que databan de los primeros tiempos del pintor, verdadero tesoro de cuya propiedad considerábase orgullosa.

Sale y deja a la señorita Dora en este recibimiento, que adornan unas acuarelas pobremente enmarcadas y unos grabados extraños.

Tocaba el piano como una profesora y se creía una pobre aficionada; dibujaba magistralmente, pintaba lindas acuarelas, frutas, flores, pájaros, paisajes, y no se daba cuenta de sus aptitudes artísticas, ni de que sabía robar a la naturaleza la línea, el tono, la expresión, el ambiente que aisla y destaca las figuras, el rasgo oportuno que anima los objetos, la tinta desvanecida, vaga, vaporosa, que hace resaltar las imágenes sin endurecer los contornos.

Era un joven muy bien dotado, que si hubiese querido dar impulso a sus dotes naturales, habría llegado a ser un hombre de talento. Pintaba acuarelas muy agradables, pero sobre todo era excelente músico, y algunas de sus composiciones, valses, «berceuses» y sinfonías eran de un mérito superior.

No, señor: la mar... Tampoco la mar propiamente, sino la embarcación con que anda por ella: su balandro... ¡qué balandro?... su yacht. ¡Canástoles! ¿Y tiene un yacht... un yacht de veras? preguntó Nieves, apartando sus ojos de las acuarelas para fijar en el boticario su mirada henchida de curiosidad.

Si no lleva usted panderetas con figuras de toros, chulos u otras porquerías así, se lo comen vivo. Veremos si encuentro algunas acuarelas. También necesito mantas, moñas de toros, y trataré de encontrar algún cacharro de carácter.

Enséñeme usted más acuarelas decía a lo mejor Nieves a Leto , o más dibujos. Y Leto la complacía de muy buena gana; y con motivo de los dibujos o de las pinturas, otro párrafo mano a mano entre la sevillanita y el mozo farmacéutico, párrafo que a éste le sabía a gloria. Tiene usted que enseñarme le dijo ella en una de estas ocasiones , a pintar estas manchas de árboles.

Pero ¿dónde demonios ha aprendido su hijo de usted a pintar, y a pintar de este modo? preguntó don Alejandro que todo se volvía ojo para mirar y admirar las acuarelas. ¿De manera dijo muy suavemente el boticario, soba que te soba el codo , que dan ustedes alguna importancia a esas pinturas? ¡Muchísima! respondieron unísonos Nieves y su padre. Me alegro, ¡caray! , señor, me alegro... Eso es.

Como persona, simplemente, a Nieves le había parecido Leto «un excelente muchacho»: bondadosote, placentero y sencillo hasta dejarlo de sobra; como pintor de acuarelas, notabilísimo; dándole el brazo a ella para ir al comedor, un señorito de aldea; hablando de su barco, «otro hombre», y gobernándole... ¡allí era donde había que verle!