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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Los cosacos desembocaron del sendero en el prado de enfrente, encorvados sobre sus caballos, con las piernas encogidas, a rienda suelta y corriendo a todo correr hacia la casa forestal, como ciervos perseguidos. ¡Ah! huyen como diablos gritó el doctor.
En verdad, nada tenía de muy seductor aquel pequeño agujero, y la chusma de cosacos de fronteras, que trotaban de acá para allá amodorrados sobre sus rocines extenuados, no era como para realzar su prestigio.
No recibiremos nosotros así a los cosacos en la sierra; ¡ya encontrarán quien les dé las buenas tardes! Luego, alzando los hombros con expresión de repugnancia, dijo: El miedo es algo ruin; ¡y todavía más cuando lo que podemos perder es una vida miserable! Vámonos.
Hullin, solo, frente a una amplia mesa de pino, pensaba en todo. Por las últimas noticias recibidas durante la noche, que anunciaban la llegada de los cosacos a Framont, estaba convencido de que el primer ataque tendría lugar al día siguiente. Había mandado distribuir los cartuchos, reforzado los centinelas, organizado patrullas y señalado los puestos convenientes, a lo largo de los parapetos.
El valiente contrabandista no había tenido suerte: después de haber escapado milagrosamente a las balas de los kaiserlicks había dado con sus huesos en el valle de Spartzprod, en medio de una partida de cosacos que le habían desvalijado hasta el forro de los bolsillos.
Todos los sitiados pensaban lo mismo; pero lo que colmó su desesperación fue ver de repente una larga fila de cosacos desembocar en el valle de Charmes a galope tendido, con el loco Yégof a la cabeza, volando como el viento; su barba, la cola de su caballo, su piel de perro y su roja cabellera hendían el aire. El loco miraba hacia la peña y blandía la lanza por encima de su cabeza.
Otros soldados, los de caballería ulanos, cosacos, húsares, con uniformes verdes, grises, azules, galoneados de rojo y amarillo; con morriones de hule y piel de carnero, quepis y gorros desmesurados , ensillaban los caballos y liaban los capotes apresuradamente.
¿Y qué? respondía el gigante contrabandista con aire de buen humor a los que le felicitaban . No he hecho mas que cumplir con mi deber. ¿Podía dejar perecer a mis camaradas? Bien sé que la empresa no era fácil; esos miserables cosacos son más astutos que los carabineros; olfatean a una legua de distancia como los cuervos; pero ha sido inútil: a pesar de todo, les hemos despistado.
Kasper, en menos que se dice, había vuelto a cargar la carabina; pero, al mismo tiempo, los cosacos que estaban a pie saltaron sobre sus caballos y se precipitaron por la pendiente del Hartz, marchando en fila como los corzos y gritando con voz terrible: ¡Hurra! ¡Hurra!
Mis kaulíes, asustados, batían las mandíbulas de terror; y los dos cosacos que me acompañaban, impasibles, fumaban sus pipas con los sables desnudos puestos sobre las rodillas. El viejo hostelero de lentes redondos, una vieja andrajosa que yo había visto en el patio echando al aire una cometa de papel, los arrieros mongoles, las criaturas piojosas, todos desaparecieron.
Palabra del Dia
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