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Actualizado: 14 de julio de 2025


La historia de un arroyo, hasta la del más pequeño que nace y se pierde entre el musgo, es la historia del infinito. Sus gotas centelleantes han atravesado el granito, la roca calcárea y la arcilla; han sido nieve sobre la cumbre del frío monte, molécula de vapor en la nube, blanca espuma en las erizadas olas.

Encogido, doblado, hecho un ovillo, yacía al pie de una de las paredillas del camino, mientras Telva se erguía un poco más arriba, en actitud airada, los ojos centelleantes, las mejillas pálidas, arrojándole sin piedad todos los pedruscos que hallaba a mano. Y la lengua la movía con igual celeridad que las manos.

Iba delante la escolta de honor, compuesta de un destacamento de arcángeles cubiertos de cabeza á pies con centelleantes armaduras de oro. Después de haber envainado sus sables, se acercaron á Eva para decirle unos cuantos chicoleos, asegurando que no pasaban por ella los años y que se mantenía tan fresca y apetitosa como en los tiempos que habitaba el Paraíso.

Vamos, Cecilia, suelta; no seas mala. ¡Vaya un empeño! ¡Suelta , que me lastimas! ¿Quién eres para quitarme el papel de la mano? profirió con rabia, poniéndose esta vez seria de verdad. ¡Suelta, suelta, fea, narices de cotorra, tonta!... ¡Suelta, o te araño! añadió con los ojos centelleantes y la faz descompuesta por la cólera.

De vez en cuando avanzaba hasta los bordes de la peña, y con las mandíbulas apretadas y los ojos centelleantes, miraba a Yégof sentado delante de una gran hoguera en la meseta de «El Encinar», en medio de una pandilla de cosacos. Desde la llegada de los alemanes al valle de Charmes el loco no había abandonado aquel puesto; parecía que estaba contemplando desde allí la agonía de sus víctimas.

No dirán ustedes ahora que en esta ocasión no ha llegado la sangre al río, porque ha llegado... o por lo menos al arroyo. Mientras tanto Elena, con la hermosa frente fruncida y un poco pálida, le miraba aún con ojos centelleantes de ira. Gracias a que los demás estaban vueltos al pintor, no se observó su actitud que hubiera hecho sospechar la verdad.

Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza. Si a usted no le molesta prosiguió la madre podría venir todos los lunes... ¿qué le parece? ¡Que es muy poco, señora! repuso el muchacho Los viernes también... ¿me permite? La señora se echó a reir. ¡Qué apurado! Yo no ... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?

El látigo chasqueó y nos pusimos en marcha, pero cuando llegamos al camino real, la diestra mano de Yuba-Bill hizo que los seis caballos cayeran sobre sus patas traseras y la diligencia se paró bruscamente: allí, en una pequeña eminencia junto al camino, estaba Magdalena, flotante el cabello, centelleantes los ojos, ondeando el pañuelo y entreabiertos sus labios por un último adiós.

Cuando D.ª Teodora volvió la cabeza para ver quién la apretaba tanto y se encontró con Osuna, cambió de color. Aquel maldito jorobado no la dejaba jamás en paz. En la tertulia, en el paseo, en el teatro, en la iglesia, en todas partes donde tuviera ocasión de aproximarse, era sabido que se veía necesitada a sufrir el contacto asqueroso de sus piernas y a veces de sus manos también. Osuna conocía bien el terreno que pisaba. La bella y pudorosa jamona se hubiera caído antes muerta de vergüenza que confesar a alguno los atentados de que era objeto. Pero si no los confesaba, cualquiera podría cerciorarse de ellos, observando el estado de agitación en que se hallaba. En esta ocasión el jorobado anduvo audaz en demasía. D.ª Teodora comenzó a dar muestras tales de inquietud que para cualquiera serían visibles. D. Juan no las vio, sin embargo. Era un varón puro y magnánimo, incapaz de sospechar las grandes suciedades que puede haber sobre la tierra. Pero D. Peregrín, como hombre de mundo, concluyó por advertir algo de lo que pasaba. Espió a Osuna con el rabillo del ojo, y cuando penetró en su espíritu gubernamental el convencimiento de la trasgresión que se estaba cometiendo, comenzó a roncar y silbar por la nariz como un vapor en peligro, lanzando al mismo tiempo centelleantes miradas de indignación al audaz jorobado.

De vez en cuando se miraban unos a otros con miradas centelleantes, como dispuestos a devorarse; pero luego caían de nuevo en el abatimiento y la languidez.

Palabra del Dia

chapuzones

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