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Así es que, terminada la comida, se manifestó una frialdad tal en las dos pasajeras, que las ramas de pino traídas por Yuba-Bill y echadas como en sacrificio al hogar, no pudieron contrarrestarla del todo. Magdalena lo sintió, y declarando de repente que era tiempo de retirarse, se levantó para acompañar a las señoras a un cuarto vecino en donde tenían el lecho que se les había destinado.

Nosotros, en contestación, agitamos nuestros sombreros, las señoras no pudieron contener una última mirada de curiosidad, y entonces Yuba-Bill, como si temiese una nueva fascinación, azuzó locamente sus caballos, dando el coche tan terrible sacudida que caímos todos sobre las banquetas.

Todos pudimos observar la cara de un hombre envejecido y prematuramente arrugado, con grandes ojos en que se mostraba la solemnidad característica del búho. Los grandes ojos erraron desde la cara de Yuba-Bill hasta la linterna y acabaron por fijar sus inconscientes miradas en aquel objeto deslumbrador. Bill estaba ciego de coraje.

Vamos. ¿Es usted sordo? ¡De todas maneras no será mudo!; ¿no es verdad? Yuba-Bill sacudió por el hombro aquella figura inmóvil. Con gran sobresalto por parte nuestra, cuando Bill quitó la mano de encima del venerable forastero, éste fue encogiéndose hasta quedar reducido a la mitad de su tamaño y convertirse en un lío informe de trapos viejos.

A los pocos instantes, Yuba-Bill andaba ya atareado, como Caliban, en llevar trozos de leña para aquella Miranda; el correo molía café en el mirador; a me fue asignada la delicada tarea de cortar tocino, y el juez ayudó a todos con sus bienhumoradas y atinadas observaciones.

Entonces Jacobo Melín abrió tranquilamente la portezuela opuesta de la diligencia, tomó la mano a la señora, con aquella decisión y seguridad que un sexo indeciso e inseguro sabe admirar, y en un instante descendiola hasta el suelo. Yuba-Bill, el cochero, desde la banqueta donde estaba, no pudo reprimir una sonora carcajada.

Vean, señores dijo falta de aliento y apoyando coquetamente su pequeña mano contra el costado, sin tener en cuenta nuestra confusión, que no encontraba palabras para expresarse, ni los extraños visajes de Yuba-Bill, cuyo rostro había caído en una expresión de extemporánea e imbécil alegría, vean, como estaba a más de dos millas de distancia cuando les vi pasar por la carretera, pensé que podían detenerse aquí, y he venido con la mayor prisa, sabiendo que no había en casa nadie más que Juan; no extrañen, pues, que haya llegado echando los bofes.

Todo esto lo vimos, apiñados en el umbral detrás del conductor y del correo. ¡Hola! ¿Dónde está Magdalena? dijo Yuba-Bill, al misterioso solitario. Aquella figura no habló ni se movió. El cochero se acercó furiosamente a ella, dirigiendo sobre su rostro el ojo de la linterna que llevaba en la mano.

En esto Magdalena, con un arranque malicioso, que esparció sobre nosotros una lluvia de gotas, quitose el sombrero de hule, se esforzó en echar hacia atrás su cabello, en cuya operación perdió dos horquillas, sonriose y pasó al lado de Yuba-Bill, poniendo airosamente las manos atrás.

Nuestro auriga, Yuba-Bill, que penetraba en aquel momento de regreso de una pesquisa infructuosa, tuvo que contentarse con la explicación, no sin que el sentado paralítico se librara de una fiera mirada. Como cumple a todo buen cochero, había buscado y encontrado, por fin, un cobertizo en donde acomodar sus caballos, pero regresaba calado, y como de costumbre, malhumorado.