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Sólo quedó un viejo bebedor de opio, tumbado en un rincón como un fardo. Fuera se veía la multitud que vociferaba. Interpelé entonces a Sa-Tó, que casi se desmayaba, apoyado en la pared; nosotros estábamos sin armas, los dos cosacos solos, no podían rechazar el asalto.

Por la galería abierta, la luna entraba en el cuarto, una luna triste de otoño asiático, dando a los dragones colgados del techo, formas y semejanzas quiméricas. Me levanté, ya nervioso, cuando una silueta alta e inquieta, apareció a la claridad de la luna. ¡Soy yo, señor! murmuró la voz despavorida de Sa-Tó.

Mientras Sa-Tó, sentado en el hueco de una almena, bostezaba en un desahogo de «cicerone» fastidiado, yo, fumando, contemplé largo rato, a mis pies, la vasta y sagrada Pekín. Es como una formidable ciudad de la Biblia, Babel o Nínive, que el profeta Jonás tardó tres días en atravesar.

Donde quiera que se levantaban los ojos se veían siempre enormes cometas de papel, ora en forma de dragones, ora de cetáceos o aves fabulosas, llenando el espacio de una inverosímil legión de monstruos transparentes y ondeantes. ¡Sa-Tó, basta de ciudad tártara! Vamos a ver los barrios chinos. Y allí fuimos, penetrando en la ciudad chinesca por la parte populosa de Tchin-Men.

Al menor soplo de la brisa, aquella legión de monstruos fabulosos oscilan cadenciosamente con un rumor seco de hojarascas, como tomando vida sobrenatural y grotesca. Antes de que oscureciese, fuí acompañado de Sa-Tó a contemplar la ciudad, mas pronto tuve que regresar sofocado por el hedor repugnante que exhalaban las viviendas.

Podéis dormir al abrigo de los malos espíritus. ¿Quiere, vuestra merced, el ? Tráelo, Sa-Tó. Después de bebernos una taza, conversamos largamente sobre el vasto plan: a la mañana siguiente llevaría la dicha y la tranquilidad a la triste choza de la viuda de Ti-Chin-Fú, anunciándole los millones que le regalaba, millones ya depositados en Pekín.

Después, la rubia generala cantó con gracia, la «Femme a barbe»: y cuando el general marchó con su escolta cosaca hacia el Yamen del príncipe Tong, a informarse de la residencia de la familia Ti-Chin-Fú, yo, repleto y bien dispuesto, salí con Sa-Tó a ver Pekín. La vivienda de Camilloff quedaba en la ciudad tártara, en los barrios militares y nobles. Reina allí una tranquilidad austera.

Y, afanándome por esconder una lágrima, salí murmurando furiosamente: ¡Canalla de Ti-Chin-Fú! ¡Por tu causa! ¡Viejo malandrín! Al día siguiente salí para Tien-Hó, acompañado de Sa-Tó, el respetuoso intérprete, una larga fila de carretas, dos cosacos y todo un pueblo de koolíes.

»Sa-Tó me dice que si usted, como es natural, vuelve a empezar sus viajes a través de la China en busca de la familia Ti-Chin-Fú, él se considera honrado y venturoso en acompañarle, con una fidelidad de perro y una docilidad de cosaco.

Además, él recordaba haber visto en la puerta de una pagoda una cabra negra andando hacia atrás. ¡La noche sería terrorífica! ¡Y su pobre mujer, el hueso de su hueso, que estaba tan lejos, allá en Pekín! ¿Y ahora, Sa-Tó? le pregunté. Ahora... ¡Vuestra señoría!... Ahora... Callóse, y su figura escuálida temblaba, agazapándose como un perro que se le amenaza con el látigo.