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Le representaba herido, con la pierna atravesada de un arcabuzazo en el sitio de Pamplona y leyendo la historia de la Virgen, que fué el punto de partida de su conversión. Con voz de cicerone convencido, el hermano explicaba á Aresti la historia del santo.

De repente, malheur me divisa, me conoce entre la ola de la muchedumbre y me grita: «¡Señor Montifiori, paisano, compatriota, venga a salvarme, me quieren llevar a la comisaríaFigúrese usted, doctor, yo iba en aquel momento nada menos que del brazo de ese espléndido Prince de Trois Lunes, un homme charmant, comme cicerone!

Supongamos ahora que al resucitado Perícles le sirve de cicerone un sabio de los más profundos del día, muy convencido de la incomparable superioridad de todo lo de hoy sobre todo lo antiguo, y muy al corriente de los adelantos de la ciencia y de las invenciones novísimas más ingeniosas.

¿Hombre, a Jonás? le replicó el amigo si éste es Neptuno... O Neptuno, como usted quiera replicó el cicerone que en esto de profetas no soy muy fuerte.

Mientras Sa-Tó, sentado en el hueco de una almena, bostezaba en un desahogo de «cicerone» fastidiado, yo, fumando, contemplé largo rato, a mis pies, la vasta y sagrada Pekín. Es como una formidable ciudad de la Biblia, Babel o Nínive, que el profeta Jonás tardó tres días en atravesar.

Nuestros compañeros de viaje hallaron muy justa esta demanda, y, en su virtud, los bondadosos salmantinos que á todos nos servían de cicerone nos prometieron hacernos dar cuantos rodeos creyesen interesantes, aunque tardásemos mucho tiempo en llegar á la Universidad. Pasamos entonces á la Plaza de las Verduras.

Y todavía iremos de mal en peor, en esto de bella arte, si las figuras que el cicerone enseña a Perícles están fabricadas para el estudio de la patología interna, y se ve dentro de ellas cómo se forman tumores, fístulas, llagas, excrecencias y todo linaje de pupas.

Algo disgustaba al elegante ir convertido en cicerone de un ente tan grotesco; pero la intimidad con que le trataba el personaje cortesano le hizo ver en el de la aldea un mandarín inculto, una potencia electoral, un reyezuelo de provincia. Su momentáneo desagrado se trocó bien pronto en solicitud deferente y hasta respetuosa.

El tranco II, verbigracia, en que entrambos, desde el capitel de la torre de San Salvador, descubierta «la carne del pastelón de Madrid», otean después de la media noche cuanto sucede en la coronada villa, trae a la memoria, por la traza y manera, como indiqué en las notas de mi edición crítica del Quijote , aquella inspección que desde la torre de la Giralda de Sevilla, y acompañado asimismo de un cicerone, el maestro Desengaño, había hecho Rodrigo Fernández de Ribera, autor de Los Antoios de meior vista . El desaforado poeta del tranco IV es pariente propincuo de otros dos muy conocidos en nuestra literatura: el del Coloquio de los Perros, de Cervantes, y el de la Vida del Buscón, de Quevedo.

Ello fue que alzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos suspendidos en la atmósfera sobre Madrid, como el águila que se columpia en el aire buscando con vista penetrante su temerosa presa, fue obra de un instante. Entonces vi al través de los tejados, como pudiera al través del vidrio de un excelente anteojo de larga vista. Mira me dijo mi extraño cicerone. ¿Qué ves en esa casa?