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Actualizado: 28 de septiembre de 2024
No había concluido el primer acto, cuando en un palco de la izquierda aparecieron Fernanda y Blanca Montifiori con el doctor Montifiori y mi tío. Las dos mujeres estaban radiantes de belleza y de lujo. Parecían dos hermanas. Todas las miradas se concentraron en el palco, todos los anteojos se clavaron en Blanca y Fernanda. Don Benito, que estaba a mi lado, me tocó el brazo.
Era en efecto el doctor Montifiori, el marido de Fernanda; un ex-diplomático de un país híbrido como la Herzegovina o el Montenegro: no importa. Mientras nos detuvimos, yo lo observaba. El doctor Montifiori era un personaje de edad reservada, pero con aire de garçon. Sabía llevar con cierta elegancia negligente la ropa que vestía y se conocía que el gusano había vivido siempre dentro de seda.
La mansión de Montifiori revelaba bien claramente que el dueño de casa rendía un culto íntimo al siglo de la tapicería y del bibelotaje, del que los hermanos Goncourt se pretenden principales representantes: todos los lujos murales del Renacimiento iluminaban las paredes del vestíbulo: estatuas de bronce y mármol en sus columnas y en sus nichos; hojas exóticas en vasos japoneses y de Saxe; enlozados pagódicos y lozas germánicas: todos los anacronismos del decorado moderno; en fin, Montifiori, bien juzgado, era un poco burgués a lo monsieur Jourdain al fin.
Graciana había jurado fidelidad, pero Alejandro, así que las señoras y el señor de Montifiori desaparecieron, comenzó a excitar poco a poco la imaginación de Graciana contándole las maravillas que aquella noche iban a hacer los «Tenorios» en el tablado de la Alegría. La mujer es un ser débil en todas las clases sociales. Graciana comenzó por resistir y Alejandro terminó por vencer.
Montifiori a su turno conversaba con el doctor de las Vueltas a propósito de un caballero de las provincias que había pasado atufado y sin saludar al grupo. Pero algo debe tener con usted, querido Montifiori, porque conmigo cultiva la más cordial amistad. En efecto decía un gallo viejo de monocle que formaba parte del grupo, Il a l'air bien farouche.
Don Ramón, usted enamorando a Blanca Montifiori, ¿tiene valor? ¿Y por qué no?... si les dijera a ustedes que soy aceptado... Pero, tío le dije, esa es una unión imposible, absurda. Blanca es una mujer joven, usted casi le triplica la edad. Julio me dijo, toda reflexión es inútil: Blanca me ama. Ama a su dinero, amigo dijo don Benito dando un golpe sobre la mesa.
Nosotros también vamos, qué diablo, pero no se nos ha ocurrido vestirnos como usted... Es que yo no voy solo contestó mi tío. ¡Cómo! ¿persigue alguna aventura entre telones? preguntó don Benito con sorna. No... déjense de bromas, acompaño a la familia de Montifiori, a Blanca... ¿Usted? inquirió don Benito, apuntándole con el dedo. Sí, yo, ¿qué tiene de extraño?
Con tal que el próximo vals sea mío... le contesté. ¡Oh, bien claro! tenemos un compromiso formal me contestó, y soltándome el brazo, lo entregó coquetamente a mi tío Ramón y ambos se retiraron del grupo. ¿No es cierto que mi hija es charmante? dijo el doctor Montifiori al verla retirarse.
Montifiori había pensado en que él no podía ser católico al cohete, sin servirse de sus creencias religiosas.
En los muros, tapizados con ricos papeles imitando brocatos y cordobanes, una serie de cuadros grandes y pequeños absorbía la atención de los curiosos. Cuadros eran esos en los que Montifiori cifraba todo su orgullo.
Palabra del Dia
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