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Nos detuvimos un instante para vendar mi dedo, que sangraba abundantemente y me dolía no poco, pues la bala había interesado algo el hueso. Después galopamos de nuevo en silencio, disipada ya la excitación de la lucha. Despuntó el día, frío y despejado, y un labrador nos proporcionó algún alimento y pienso para los caballos.

Nos detuvimos bastante rato contemplando la campiña al través de cada uno. Aquellos paisajes azules, rojos, amarillos, que alguna vez se ven en sueños, hacían prorrumpir en exclamaciones de alegría o disgusto a mis compañeros. Voy a enseñarles a ustedes la salida del manantial nos dijo Isabel.

Este viaje determinó mi casamiento con el caballero Lamartine. Cierto día nos vimos en el capítulo de Salles, en casa de la condesa Lamartine y desde entonces ya nos amamos siempre. Nos detuvimos veinticuatro horas en Mâcón, porque hubo necesidad de que arreglaran el carruaje, uno de cuyos ejes estaba roto y tuvimos ocasión de visitar a toda la familia Lamartine, que nos obsequió en extremo.

Ni desembarcamos tampoco, aunque nos detuvimos en Funchal un día entero. Cuando de allí nos alejamos, toda la hermosa isla de Madera, con su montaña cubierta hasta la cima de pomposos árboles, me parecía rico y gracioso canastillo de flores, que los Genios del mar sacaban al aire claro, al más diáfano ambiente, desde el fresco seno de las azules ondas.

Al llegar al Alto de Robles, nos detuvimos un instante y miré largo e intenso la tendida sabana rodeada de montes; y allá en el tendido fondo, entre las nubes de la mañana, el Monserrat, a cuyo pie duerme Bogotá... Y en marcha. Descendíamos de la sabana hacia la tierra caliente; he ahí Agua Larga. Una mirada al pasar, y adelante.

La navegación, que duró dieciocho días, no pudo ser más próspera. Nos detuvimos y desembarcamos en Bahía de Todos los Santos, antigua capital del Imperio, y en la hermosa ciudad de Pernambuco. Al abandonar luego las costas de América, tal vez para siempre, sentí nueva aunque dulce melancolía. Era al ponerse el sol entre nubes de carmín y de oro.

Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega. Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos. Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

Las tres primeras, que reservo para otra narracion, estaban invisibles cuando tocamos en ellas. Algo nos detuvimos en Amiens, ciudad histórica por mas de un motivo, y tan antigua que remonta a los tiempos anteriores á la conquista romana. Los Romanos la llamaban Samarobriva, y ella fué la capital de la Francia merovingiana, residencia de los primeros reyes francos en la Galia.

Pero, antes de darle vista, aun nos detuvimos un poco en la Calle de la Rúa, digna por todo extremo de su renombre.

Me acordaba de algunos dichos de mi tío, particularmente el de haber sido vendida «por un pellejo de vino», y la lástima de antes se fue trocando en ira. Continuando nuestro viaje, me dio Neluco algunos informes que yo le pedí, vivamente interesado en conocerlos después de lo que había visto en el pueblo, en el cual no nos detuvimos más de media hora.