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Después cuando nos quedamos solos, me miró frente a frente, pálida y conmovida, sus ojos se llenaron de lágrimas y luego me asió las manos y exclamó con un acento profundamente doloroso y sentido: Me ha consagrado usted su vida, a , a la pobre muchacha abandonada, a la infeliz trapera. Dios se lo pague a usted. ¡Quiera Dios que yo pudiera hacer a usted feliz!

Ambas echan tierra sobre el hombre obscuro y nada pueden sobre el ilustre: ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera! de cuántos banderos la segunda! El cesto de la trapera, en fin, es la realización única posible, de la fusión, que tales nos ha puesto.

Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja: estos son los dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó a la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca, la mosca para el caballo, la mujer para el hombre, y el escribano para todo el mundo, así crió en sus altos juicios a la trapera para el perro.

Adelantaba yo maquinalmente a lo largo de una calle. Aquella calle era corcobada de configuración y ciega de luces. Hacía un frío de cuarenta grados y nevaba. De repente brilló una luz a lo lejos, y un cuerpo humano proyectó sobre la pared una gigantesca sombra. Y, sin embargo, lo que producía aquella sombra gigantesca era una niña. Aquella niña era una trapera.

Bien dice Quintana: ¡Ay! ¡infeliz de la que nace hermosa! Llena por consiguiente de recuerdos de grandeza, la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera.

Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega. Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos. Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

Créame usted: tome usted su onza: yo le doy las gracias y... no hablemos más. ¿Y de qué modo puedo yo hacer para favorecerte? dije volviendo y tomando la onza. Dios me favorecerá; esté usted seguro de ello. Dios y... La muchacha calló, tembló y fijó una mirada ansiosa en el fondo de la calle. Guiado por su mirada, miré y vi otra trapera que se acercaba.

Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita: repáresela de noche; indudablemente ve como las aves nocturnas: registra los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella, su gancho es parte integrante de su persona; es en realidad su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra; y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado ya está en el cesto.

Me he detenido distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más.

Aquella transición de la trapera a la dama, de la niña a la mujer, transición para violenta puesto que alejado de ella durante seis años no había podido asistir a la elaboración lenta, gradual, lógica de aquella transformación; fue para ...